Prólogo
Mi padre perdió a su madre cuando contaba sólo con 14 años, aunque mucho antes de eso ya lo habían llevado a vivir con su abuela, por lo que poco pudo disfrutar de ella. Poco después de su muerte, su padre se casó por segunda vez y fundó otra familia.
Capítulo primero
A mediados de los 50 murió mi abuelo y llegó a mi casa su biblioteca y parte de sus muebles y enseres, entre ellos un pequeño búcaro de porcelana, sin gran valor, que fue a parar a lo alto de una repisa, en el rincón más oscuro de la planta superior.
Capítulo segundo
En 1974, nos mudamos a un piso cerca de la casa antigua, en donde quedó todo lo que no cabía en él. Entre los muebles que dejamos, la repisa con lo que contenía.
Capítulo tercero
En los dos años que siguieron hasta que vendimos la casa, yo la echaba de menos y, de vez en cuando y sin decir nada a nadie, cogía la llave para deambular por las habitaciones en las que transcurrió mi infancia y juventud. En una de esas ocasiones, reparé en aquel pequeño búcaro, solitario y empolvado en la repisa. Lo bajé, me lo llevé conmigo, lo lavé delicadamente y lo coloqué en mi dormitorio. Por las noches lo miraba desde mi cama y notaba que le faltaba algo, que estaba incompleto. Hasta que un día me vino a los ojos la imagen de unas flores de tela moradas y con estambres amarillos. Por entonces, era el boom de las flores de plástico y resultaba difícil encontrar flores de tela. Recorrí la ciudad durante largo tiempo, pero nada de lo que veía se aproximaba a lo que había imaginado. Por fin, un día di con un pequeño establecimiento en donde fabricaban flores de tela para tocados de novia y trajes de gitana. Entré y les dije:
- Quiero esas flores pero en morado.
- Señora, eso no “pega”. Esas flores nunca se hacen en ese color.
- Pues yo las quiero así. ¿Me las pueden hacer?
- Si se empeña…
Me las confeccionaron, las coloqué en el búcaro y llamé a mi padre.
- Mira lo que he puesto aquí.
Vi como se ponía pálido y se sentaba en el borde de mi cama. Y me dijo:
- Ese búcaro con esas mismas flores lo veía en el dormitorio de mi madre cuando me llevaban a visitarla. Acabo de recordarlo ahora.
Muchos años y muchas vidas después, la nieta, que no la conoció pero que lleva su nombre, había reproducido las mismas flores que puso en su dormitorio aquella pobre mujer, muerta tan joven.
Epílogo
Han pasado 33 años, las flores están viejas y estropeadas, pero no me atrevo a cambiarlas. Si lo hago, tendrá que ser por otras exactamente iguales.
A mi abuela, en el día de su santo.