Un día, probablemente al amanecer, a alguien se le ocurrió conectar un ordenador con otro, y con otro, y con otro, hasta formar una inmensa red, una tela de araña que cubrió el mundo.
A partir de ahí la palabra escrita se hizo dueña del espacio. Había imágenes y sonidos, pero principalmente era la palabra la que unió a las personas sobre aquella red gigante. En ella está todo contenido, ella puede llevarlo todo. El amor más grande y el odio más profundo. La tristeza, la alegría, la paz y la guerra. La palabra, que es frágil como la brisa y fuerte como una columna de mármol, acerca a los hombres haciendo el mundo más pequeño.
Pero la palabra también puede ser un arma que no imaginó Miguel Hernández, un arma que, en malas manos, hiere, mata, y abre abismos insalvables entre los que se quieren, consiguiendo con su odio que hasta la misma palabra muera.
A partir de ahí la palabra escrita se hizo dueña del espacio. Había imágenes y sonidos, pero principalmente era la palabra la que unió a las personas sobre aquella red gigante. En ella está todo contenido, ella puede llevarlo todo. El amor más grande y el odio más profundo. La tristeza, la alegría, la paz y la guerra. La palabra, que es frágil como la brisa y fuerte como una columna de mármol, acerca a los hombres haciendo el mundo más pequeño.
Pero la palabra también puede ser un arma que no imaginó Miguel Hernández, un arma que, en malas manos, hiere, mata, y abre abismos insalvables entre los que se quieren, consiguiendo con su odio que hasta la misma palabra muera.
Tengo el amor cansado. Ya está rota
la cuerda que pulsara tantas veces.
Tengo el alma dormida,
tengo, tengo…
Quizá no tengo nada y esa nada
es la que va cansando mi amargura.
Antes yo dije amor, yo dije besos,
¡dije tantas palabras que son bellas!
Ahora es silencio solo lo que digo.
Y es que también se mueren las palabras.
En Granada, a 1964