En el 2003, un señor bajito y con bigote nos metió en una guerra absurda. (Cualquier parecido con otro señor bajito y con bigote más antiguo es pura coincidencia) Pero a lo que iba. Que ese señor antes de dejarse la melena se reunió en las Azores con dos señores muy importantes y, con tal de que le echaran el brazo por el hombro, acogió con todo entusiasmo la idea de buscar en un país remoto unas armas que no existían. Protestamos, firmamos manifiestos, salimos a la calle masivamente, llenamos nuestros balcones de carteles de plástico con el NO A LA GUERRA y nuestras solapas de chapitas blancas y negras, pero no sirvió de nada y en la madrugada del día 20 de Marzo cayeron bombas allá por donde Adán y Eva se comieron una manzana.
Esta triste historia todos la conocemos, pues durante muchos días los telediarios y los periódicos nos trajeron noticias de grandes bombardeos y batallas. Pero de lo que voy a hablar aquí es de mi pequeña e incruenta Batalla De Los Carteles.
Cuando la entrada en la guerra ya parecía irremediable, leí en el periódico que una asociación pacifista repartía carteles para colgarlos en los balcones y allá que me fui a por uno con la idea de que fuera algo puramente testimonial: un solo cartel en un solo balcón y durante un solo día.
Colgué mi cartel con trabajo, ya que no había forma de sujetarlo a los ladrillos de la fachada y bajé a la calle a ver como había quedado. Cuando miraba, un vecino mal encarado me dijo: ¿Tienes permiso para eso? Yo le contesté que era algo temporal, que al día siguiente lo quitaba. Subí a la casa y sonaba el teléfono. Era una vecina que me puso a parir diciendo que yo no podía colocar eso en “su” fachada. Discutimos, le dije que era mi balcón y también mi fachada, y tuve que colgarle el teléfono porque ya me estaba insultando. Cuando volví esa noche a mi casa encontré en el buzón un anónimo que me decía: Quita ese cartel del balcón o te arrepentirás. ¡Toma ya amenazas!
¿Qué hubierais hecho vosotros? Me imagino que lo que hice yo. Volver a la asociación, traerme carteles para todos los balcones y comprar una chapa para la solapa. Y ahí me tenéis lidiando día tras día con unos carteles que no querían quedarse quietos. Ocurrió que fueron días de lluvias y vientos con los que todas las mañanas amanecían mis carteles del revés y enredados en la baranda, y yo poniéndome como una sopa para intentar sujetarlos con cinta de embalar.
Mientras, seguían las protestas de los vecinos. Seguían los anónimos en el buzón, la misma señora siguió insultándome y una concejala del PP subía cuatro pisos andando con tal de no entrar conmigo en el ascensor. También la chapita de la solapa dio sus problemas, pues una amiga me dijo al verla: ¡Ave María Purísima! ¿qué llevas ahí puesto?, en el super un señor mayor estuvo a punto de pegarme y hasta el médico al que fui a por recetas me dijo que para entrar en su casa tenía que quitarme aquello.
No recuerdo exactamente cuando renuncié a mis signos externos del rechazo a la guerra, pero supongo que sería cuando terminaron los bombardeos. Pero sí sé que el tiempo se me hizo eterno, por la guerra y por mi batalla particular. Pasados meses, un amigo al que se lo conté me dijo: ¡A quien se le ocurre hacer eso en un barrio que tiene en todas las elecciones una mayoría aplastante del PP!