Se habla mucho de los niños nativos digitales, que nos dan cien vueltas en el manejo de un ordenador sin haberlo tenido que aprender, pero yo creo que, además de esa brecha, hay muchas más entre unas edades y otras, distintos niveles en los que nos situamos en el manejo de la informática y las redes sociales.
Y digo esto porque últimamente estoy sosteniendo unas breves “charlas” nocturnas en el chat de Facebook con un amigo al que le llevo exactamente 20 años. Y se notan, vaya si se notan. La diferencia que no he notado en un blog o en los comentarios de Flickr la noto en el chat. Empezando porque no termino de enterarme de cómo funciona ese engendro de Mark Zuckerberg, asunto sobre el que debemos correr un tupido velo porque es otra historia. Estamos en el chat, ese sitio en donde escribimos a toda prisa destrozando el idioma y tensando nuestra espalda, donde ternura se convierte en ternera, el artículo puede ser que “caiga” detrás del sustantivo y los verbos tengan declinaciones surrealistas. Ese sitio en donde nos convertimos en seres de una sola frase, entrecortada, además, o escrita en dos tiempos, donde una idea se evapora arrollada por la siguiente. Y ahí, en esa parodia de lo que es una conversación entre dos seres humanos, esta representante de la tercera edad se estrella estrepitosamente, ya que mi interlocutor (veinte años más joven, repito) es infinitamente más rápido, se equivoca menos y es capaz de estar en varios sitios a la vez, de tal forma que, mientras yo escribo media docena de palabras en el chat, él se pasea por toda la Red. Sin embargo yo, cuando me dice que vaya a otro sitio a ver algo me hago un lío con tanta ventana, se me pierde la ventanita minúscula del chat y ya no se ni donde estoy.
Como decía aquel: siempre habrá clases.