Era menudo, rubio, y tendría 10 u 11 años cuando apareció aquel verano en la oficina donde un pequeño grupo de voluntarias ayudábamos a dos jesuitas en un estudio socio-religioso de un barrio, encaminado a solicitar a la Administración algún medio de trabajo que pudiera sacar de la pobreza a los vecinos de ese barrio, sobre todo a las mujeres, para las que se proyectaba un taller de confección.
Este chico era alumno de la escuela en donde nos habían prestado el local para la oficina y los jesuitas se habían fijado en él debido a su inteligencia e interés por el estudio, por lo que lo habían llevado allí como una forma de no perder el contacto durante el verano y que tampoco él lo perdiera con el ambiente que prefería y buscaba. Ocurría también que su padre no quería que siguiera estudiando y lo había colocado de “niño del pipo” en una obra. Esto era algo habitual en la época, una especie de aprendiz de albañil, que la mayoría de las veces no cobraba o se le daba una pequeña gratificación de vez en cuando y su trabajo consistía en cuidar de que el botijo estuviera siempre con agua fresca y llevarlo a los albañiles subidos en los andamios cuando estos lo pedían. Y así, poco a poco, se le iban encomendando otros trabajos e iba aprendiendo el oficio al lado de los profesionales, hasta que le llegaba la edad de poder trabajar también.
Han pasado muchos años de esto, pero tengo grabada en mi memoria su pequeña figura, su piel quemada por el sol y su húmedo pelo rubio repeinado sobre la cabeza cuando llegaba por las tardes recién duchado al salir de la obra. Y sus ojos inteligentes siempre atentos a todo lo que se decía, siempre ansioso por aprender cuanto se le ponía por delante. Los jesuitas estaban tratando de conseguirle una beca para el Instituto o para un internado de los suyos y, cuando se hablaba de ello, sus ojos se iluminaban y parecía crecerse.
También entre nosotras, las voluntarias de la oficina, empezaba a gestarse alguna forma de ayudarle en su futura vida de estudiante, pero todo fue inútil. Un día dejó de ir y nos dijeron que el padre le había prohibido estar en un sitio donde “le metían tonterías en la cabeza” y rechazó de plano la posibilidad de la beca y que su hijo siguiera estudiando, pues, según él, hacía falta en la casa el poco salario que él pudiera aportar.
No se que habrá sido de él, pero probablemente en este momento sea un albañil jubilado. Que no es malo, pero no es lo que aquellos ojos despiertos nos pedían en las calurosas tardes de un verano perdido en el tiempo.
A Tawaki, en recuerdo de una “conversación” mantenida a dos bandas, correo y blog.