No se si alguno conocéis el Palacio de Carlos V, que está en el recinto de la Alhambra y gestionado por su Patronato. Para mí fue siempre muy familiar porque durante muchos años cumplí el rito de una visita anual al Museo de Bellas Artes, que se encuentra en su planta superior, para extasiarme ante “mi” Virgen del Lucero de Alonso Cano o sentarme en la banqueta que había delante del célebre cardo de Sánchez Cotán. Pero fue pasando el tiempo, yo cumpliendo años y estas visitas se fueron espaciando a causa de su terrorífica escalera. Sí, he dicho bien, terrorífica, pues los que conocéis mis fotos en Flickr, habéis visto toda clase de escaleras dificultosas, escaleras empinadas, de escalones altos, escaleras de tres tramos como la de la Real Chancillería, escaleras propias de personas que se morían jóvenes, con sus articulaciones y su corazón en perfectas condiciones de uso. Pero la del Carlos V es otra cosa, las supera a todas, la de allí tiene unos escalones que crecen conforme los subes y que bailan cuando los bajas, animándote a rodar por ellos. Y, encima, una balustrada tan alta, ancha y llena siempre de turistas que no hay forma de agarrarse.
Así que ya hace tiempo que se acabaron las visitas anuales al museo y que vengo perdiéndome todas las exposiciones que hay en la planta superior. Pero, hace un par de años, María del Mar Villafranca, directora del Patronato, empezó a hablar de instalar un ascensor para discapacitados y –por fin- no hace mucho anunció a bombo y platillo su estreno para “poner el monumento y el museo al alcance de todos”.
Y, como yo soy muy inocente, voy y me lo creo, y hace unos días me encamino a ver una exposición que me interesaba. En principio, llego con mucho ímpetu y me arriesgo a subir las escaleras, pero al terminar de ver la exposición y a la vista de lo mal que me había ido al subir, le pregunto a una azafata donde está el ascensor. Y ahí empieza la aventura digna de Indiana Jones en sus mejores tiempos. Lo primero es que la uniformada chica me dice que el ascensor está reservado a los discapacitados, a lo que le contesto que tener 78 años ya es una discapacidad en esa escalera, así que la chica, muy amable, me acompaña hasta dejarme en manos de un guardia de seguridad al que tiene que dar explicaciones de por qué esta señora, que no va en silla de ruedas, necesita el ascensor. El guardia se queda dudoso, pero al fin transige y me acompaña por todo el Museo de Bellas Artes hasta donde está el ascensor, muy escondido y teniendo que abrir una puerta con su llave como si en vez de un ascensor fuera la cámara del tesoro del mencionado Indiana. Una vez ante él y rodeados de impresionantes muros históricos, llama por el chisme que lleva en la mano a la seguridad de la planta baja, pues parece ser que mientras no lo autoricen abajo el ascensor no sube. Y allí nos ponemos a esperar, él llamando reiteradamente y yo cada vez más apurada del jaleo que había armado con mi petición y deseando volverme atrás y bajar la dichosa escalera aunque sea rodando. Por fin el guardia recibe un toque, llama al ascensor, este sube, nos metemos los dos, llegamos abajo y allí me pone en manos de un señor con aspecto de ser el jefe máximo de la seguridad, que me dice un poco malhumorado que tengo que recorrerme todo el Museo de la Alhambra para llegar a la puerta, ya que estamos en el final de él. O sea, que cuando me vi en la calle me pareció mentira.
¿Qué os parece mi aventura? ¿No es absurdo que se gasten un dineral –o nos lo gastemos- en poner el ascensor y luego sea tan complicado usarlo? Pues a mí no me han quedado ganas de volver a meterme en ese lío y, una de dos, o me arriesgo con la escalera, o la Virgen del Lucero, el cardo y las exposiciones se van a quedar esperándome para siempre jamás.