Hace ya algún tiempo se jubiló la farmacéutica de mi barrio y la farmacia pasó a sus hijos, que se han apresurado a modernizarla. Y no cualquier modernización, sino el no va más del progreso, de forma que la antigua rebotica en la que tantas consultas confidenciales recibió su madre, se ha convertido en una especie de factoría industrial con conducciones que suben y bajan camino de unas ventanitas abiertas a la parte del público. Y así, los farmacéuticos que te atienden teclean en su ordenador y el medicamento aparece en esas ventanitas como por arte de magia, para lo cual, cada uno de ellos tiene delante un pequeño mostrador con el sitio justo para él y su pantalla y, a su espalda, la ventanita que le corresponde. Magnífico, ¿verdad? Se acabaron las continuas idas y venidas a la rebotica en busca de los medicamentos y el subirse en una escalera para alcanzar los más altos de las estanterías.
Pero resulta que el otro día me presento al salir del médico con mis recetas en la mano y con la necesidad de rellenar en ellas los datos que no rellena el médico, así que sorteo la gente que llena la farmacia y le pido un bolígrafo a uno de los farmacéuticos, que conozco desde que era niño. Me aparto a la mesa de tomar la tensión para escribir, cuando termino le devuelvo al farmacéutico su boli y, viendo que no está atendiendo a nadie, le alargo las recetas, él teclea en el ordenador, los medicamentos salen por la ventanita, pago y me voy. Pero cuando estoy para salir de la farmacia, una señora con cara de malas pulgas me toca en el hombro y me dice: La próxima vez a ver si respeta la cola y a las personas que estamos aquí. Siento sobre mí las miradas de todos los presentes, incluidos los farmacéuticos y, toda abochornada, me disculpo argumentando que no he visto la cola, cosa que es verdad, pues no podía imaginarme que las personas que estaban allí formaran una cola central de la que se desplazaban por turno riguroso a los distintos mostradores conforme se quedaba uno vacío y guardando una prudente distancia hasta ellos.
Mismamente como en los bancos, oiga. Pero es que llevo 40 años entrando en esa farmacia y nunca ha funcionado así. Muchas veces he tenido que esperar largo rato cuando alguien se atasca dudando si las pastillas que aparecen en el ordenador son las que toma o las que ha dejado de tomar, o cuando alguien consulta la forma de tomar un medicamento o si esa crema tan cara le quitará el acné. Pero nunca, y quiero decir nunca, ha habido este sistema prusiano que los nuevos farmacéuticos han impuesto. Muy eficiente, eso sí, pero ¿dónde quedan ahora las consultas confidenciales? ¿Y los comentarios sobre lo que ocurre en el barrio? ¿Cómo se las arreglan ahora cuando hay que pesar a un bebé o abrirle las orejas para los pendientes? ¿Hace cola o no hace cola el bebé? ¿El farmacéutico puede salir de detrás de su mostrador o está atornillado al suelo? Son preguntas que me hago y que quizá no resuelva si es que no vuelvo por esa farmacia de toda la vida. Que me están dando ganas, la verdad.