Basílica de Nuestra Señora de las Angustias
Cuando nos faltan los padres, lo mejor que nos pueden dejar es un buen recuerdo. Y no solo como padres, de cómo eran para nosotros, sino también de la clase de personas que fueron de puertas afuera. Ese es el mayor legado que tenemos de ellos, el mayor consuelo después de haberlos perdido. Por eso, siempre he compadecido a aquellas personas que tienen que soportar la carga de un mal recuerdo de sus padres y pienso que quizá eso condiciona toda su vida y lo que ellas mismas son.
Conozco a una señora que creció como hija de un héroe, para enterarse luego de que fue un asesino y ver su nombre en todo tipo de publicaciones como lo que realmente había sido. Tengo una amiga que, al morir su padre, nos confesó que lo odiaba porque de niña la maltrató a ella y a su madre. He oído a otra hablar de su padre como “el marido de mi madre” con tal de no pronunciar siquiera esa palabra y también se de alguien que ocultó durante toda su vida que su padre se suicidó por haber gastado su fortuna en el juego, dejando a su familia en la indigencia. Menos corriente es que alguien tenga un mal recuerdo de su madre, pero también ocurre, como aquel amigo que, ya adulto, se tuvo que enterar de que su madre no murió cuando él era niño como le contaron, sino que lo había abandonado.
Son historias que he ido conociendo y viviendo, historias que me han dejado un poso de amargura y una gran compasión por quienes las han tenido que vivir en su propia piel. Y un agradecimiento inmenso por haber podido conservar de mis padres un recuerdo dulce y limpio, el recuerdo de dos personas buenas y honradas, que pasaron por la vida haciendo el bien. Y que tal día como hoy, hace 80 años, unieron sus vidas para siempre en esa iglesia de ahí arriba.