Hoy, hablándole a un amigo joven de los juegos de mi infancia, inevitablemente he tenido que hacer mención a que en todos ellos se reflejaba la escasez y las penurias de la posguerra, en la que no solo no había dinero para comprar juguetes, sino que tampoco había juguetes y teníamos que inventarlos. Juguetes y juegos, como aquel tan inocente –y tan barato- de “La casita de papes”. Así, tal como lo escribo y sin que llegara nunca a saber que significaba esa palabra. Podría haber sido “papel”, ya que en eso estaba fundado el juego, pero no, era papes, papeh en granaíno.
Primeramente, tenías que contar con un libro grande, de cubiertas rígidas y páginas gruesas, nada de papel fino. El mío era privilegiado, ya que había conseguido un álbum de no recuerdo que coleccionable, pero vacío de cromos. Ideal para el juego, que consistía en crear con sus páginas una casa con todas las habitaciones que te permitiera según sus hojas y en ellas meter dibujos o fotografías recortadas de cosas que pudieran estar en esas “habitaciones”. No se si queda claro. Si la primera habitación era la entrada o recibidor, había que conseguir unos muebles propios de ese sitio: un perchero, un paragüero, unas macetas de interior, unos cuadros… Cualquier cosa que encajara allí, hasta un gato se podía meter imaginando que estaba esperando la vuelta de su dueña. Y así con todo, dependiendo de las páginas que tuvieras. Mi “casita de papes” que, como he dicho, era excepcional, contaba hasta con roperos, patio, dormitorio del servicio, cuarto de trastos... ¿Os hacéis una idea? He olvidado decir que el libro había que ponerlo de lado para que los recortes se mantuvieran en el sitio donde los dejabas, colocaditos, formando el amueblamiento y la decoración de la casa.
Bueno, pues el juego, la dificultad del asunto, consistía en que en aquella época era dificilísimo encontrar algo que recortar. ¿A que os resulta raro? Pero pensad que las revistas eran escasas -e intocables para nosotras- y los periódicos mal impresos y con pocas fotografías siempre en blanco y negro, muy poco apropiadas para formar una habitación que quedara aparente. Pensad también en que, si queríamos meter algo en la cocina o la despensa, lo más codiciado era la etiqueta de una lata, fuera de melocotón en almíbar o de mermelada, pero ¿quién la tenía? ¿Y cuando? Muy pocas veces, por lo que en la familia donde había varias niñas con sus respectivas “casitas”, la mayor recibía el recorte y la más pequeña crecía mientras le llegaba el turno de recibir la etiqueta con un precioso dibujo en colores de dos melocotones superpuestos. Mayores que la silla de la cocina, pero eso no importaba, bastante trabajo había costado encontrarlos como para reparar en esos detalles.
Tengo que añadir que la casita se completaba con sus habitantes, una familia en la que abundaban las mujeres, ya que las muñecas de papel recortables eran casi siempre eso, muñecas, niñas con sus vestidos, que se guardaban en las páginas-roperos. Un mundo femenino en aquellas “Casitas de papes” de mi infancia.