En la época que yo la recuerdo, era ya una mujer muy mayor, una viejecita menuda, con su pelo blanco recogido en un “roete” y siempre vestida de negro. Vivía en un pueblo de los que se comunicaban con la ciudad por aquella red de tranvías que, lamentablemente, dejamos perder, y mi madre me contaba que en la más inmediata posguerra, cuando en la ciudad faltaba de todo, había sido de aquellas mujeres que llegaban desde los pueblos con un gallo, un conejo, una docena de huevos o cualquier cosa que se pudiera vender, para lo cual se bajaban del tranvía varios kilómetros antes de llegar y entraban en la ciudad por los caminos de la Vega, tratando de evitar que en el fielato les requisaran su mercancía o tuvieran que pagar por ella.
Ya desaparecidos los fielatos y hasta las cartillas de racionamiento, encontramos a Carmencica con un puesto de chuches en su pueblo y teniendo que venir a Granada a comprar lo que en él vendía, pero el tranvía era caro para su pobre economía y compensaba el gasto del billete trayendo algo que vender. Ya no eran las gallinas o los huevos que se podían comprar en Granada, sino cosas que seguían siendo difíciles de encontrar, como una perdiz recién cazada o un manojo de espárragos trigueros. Pero esto también se le puso complicado cuando empezó a subir el nivel de vida y decía: “El que caza una perdiz se la come y la que rebusca espárragos los quiere para su familia”. Sin embargo, Carmencica no se arredraba, tenía que costearse el viaje y nos traía a sus clientes… flores del campo. Ramilletes de flores silvestres muy bonitas, pero que no duraban nada puestas en agua. Y mi madre se las compraba, porque Carmencica estaba cada vez más vieja y, al llegar, se sentaba y pedía un vaso de agua. Solo eso, nunca aceptaba nada más ni recibir dinero sin darnos algo a cambio. Ella venía a vender, no a pedir limosna. Hasta que un día dejó de venir y alguien nos dijo que había muerto. Se acabaron las flores silvestres en el jarrón del cuarto de estar y pasó al recuerdo aquel último manojo de espárragos que ella misma había rebuscado para nosotros.