Ya os he hablado hace poco de Elena Martín Vivaldi, pero ahora quiero traer aquí un poema suyo.
GINKGO BILOBA
(Árbol milenario)
Un árbol. Bien. Amarillo
de otoño. Y esplendoroso
se abre al cielo, codicioso
de más luz. Grita su brillo
hacia el jardín. Y sencillo,
libre, su color derrama
frente al azul. Como llama
crece, arde, se ilumina
su sangre antigua. Domina
todo el aire rama a rama.
Todo el aire, rama a rama,
se enciende por la amarilla
plenitud del árbol. Brilla
lo que, sólo azul, se inflama
de un fuego de oro: oriflama.
No bandera. Alegre fuente
de color: Clava ascendente
su áureo mástil hacia el cielo.
De tantos siglos su anhelo
nos alcanza. Luz de oriente.
Amarillo. Aún no imagina
el viento, la desbandada
de sus hojas, ya apagada
su claridad. Se avecina
la tarde gris. Ni adivina
su soledad, esa tristeza
de sus ramas.
Fue certeza,
alegria – ¡otoño ! - . Faro
de abierta luz.
Desamparo
después. ¿Dónde tu belleza ?
Este poema lo dedica Elena a un ginkgo centenario que hay en el Jardín Botánico, sobre el que dan las ventanas de la biblioteca de la Facultad de Derecho donde ella trabajaba de bibliotecaria. Elena entabló con este árbol –que entonces no sabía como se llamaba- una relación casi amorosa otoño tras otoño, de tal forma que, estando ya jubilada y muy anciana, la Universidad le rindió homenaje colocando bajo el ginkgo una placa de bronce con el poema grabado.
Pero estos versos que hablan de amarillos, de ramas que se encienden de color en otoño, pueden evocarnos también otro árbol que florece en invierno: la mimosa, cuyas flores de algodón amarillo en un jardín lejano son luz de amistad e impulso para seguir el camino.
Gracias Mafalda.
Pero estos versos que hablan de amarillos, de ramas que se encienden de color en otoño, pueden evocarnos también otro árbol que florece en invierno: la mimosa, cuyas flores de algodón amarillo en un jardín lejano son luz de amistad e impulso para seguir el camino.
Gracias Mafalda.