Cuando una anciana se va voluntariamente a una residencia, el argumento principal es: Te lo dan todo hecho. Y eso no es malo, porque llega un momento en que se van acumulando cosas que no puedes hacer. Quisieras seguir haciéndolas, pero no puedes y tienes que delegar inevitablemente. Como digo, eso no es malo, es soportable hasta para las personas a las que nos ha costado siempre depender de otras, pero sí hay algo que destruye a esa anciana en poco tiempo: el hecho de que, al no hacer las cosas, tampoco tiene que pensarlas. No sólo se lo dan todo hecho, sino también pensado. Ya no solo no hay que hacer la comida ni la compra, sino que no hay que pensar en lo que vas a comer o lo que tienes que comprar para ello. Es más, tampoco tienes que recordar el horario de los medicamentos que tomas ni la dosis, pues una chica llega a tu habitación con la pastilla en un vasito. Ni tienes que preocuparte por las recetas, los talonarios de MUFACE o que alguna receta te la tienen que autorizar. Ni siquiera tienes que saber cuando te toca una revisión médica, porque alguien se encarga de que no se te pase. No tienes tampoco que mirar las cortinas por si hay que lavarlas ni estar pendiente de si cobraron el IBI o hay que hacer la declaración de la Renta. Todo hecho. Que descanso. ¿Verdad? Pero poco tiempo después, un día tienen que avisarte de que es la hora de comer y al día siguiente te tienen que llevar al comedor porque ya no lo encuentras. Se paró la máquina de no usarla. Punto final. Ya no queda más que sentarte a esperar la muerte. Con la ventaja de que no sabes para qué estás sentada.