Por los años 60-70, cuando el campo granadino se fue despoblando y sus habitantes emprendieron la marcha hacia Europa, Cataluña y el País Vasco, algunos de ellos quedaron en la ciudad aprovechando el poco trabajo que se iba creando aquí. Empezó entonces la construcción de barrios que invadieron la Vega, convirtiendo las fértiles tierras en ladrillos y cemento de unos edificios sin calidad, que aprovechaban al límite el terreno en calles estrechas y alturas desproporcionadas.
Uno de esos barrios fue naciendo cerca de donde yo vivía entonces –y vivo ahora- y vimos a nuevos vecinos en las tiendas que también fueron surgiendo. Se les notaba el desarraigo, el trabajo de adaptarse a las nuevas costumbres, pero eran parejas jóvenes que pronto encontraban su sitio en la ciudad. Sin embargo, muchos trajeron con ellos a los abuelos para no dejarlos solos en el pueblo y estos lo llevaban peor. Las mujeres, al menos, bajaban a las tiendas e iban haciendo amistades y hasta podían encontrar ancianas de pueblos cercanos al suyo con las que intercambiar recuerdos, pero los que peor se adaptaban eran los ancianos, a los que se les veía sentados en las terracitas, solos y sin otro horizonte que la fachada de enfrente. Muchas veces los miraba al pasar y pensaba que acaso echarían de menos la plaza del pueblo y los amigos que allí se reunían día tras día, añorarían los árboles, el pilar, la taberna o el vecino que pasaba tirando de la mula camino del campo o de vuelta de la faena.
Pasaron los años, los ancianos murieron, esta generación de inmigrantes se integró o volvió al pueblo y sus hijos quizá emigraron también a otras tierras o a otras zonas de la ciudad. El barrio se fue despoblando y nuevos inmigrantes ocuparon los pisos vacíos. Venían de más lejos, habían cruzado el Estrecho en patera o el Océano como turistas para luego quedarse y buscar el trabajo que escaseaba en sus países. Nos acostumbramos entonces a oír otros acentos, el dulce hablar americano o las voces recias y elevadas de los subsaharianos.
Pero llegó la crisis, la falta de trabajo, y estos inmigrantes también han ido desapareciendo, con lo que los pisos de estas casas, cada ver más deterioradas y con peor aspecto, han vuelto a quedarse vacíos y muchas tiendas van cerrando por falta de clientes. Me pregunto si algún día habrá otra inmigración que las ocupe dando vida al barrio, o si estarán destinadas al derribo cuando el próximo boom de la construcción repare en que están lo bastante céntricas como para poder convertirlas en viviendas de lujo.
Uno de esos barrios fue naciendo cerca de donde yo vivía entonces –y vivo ahora- y vimos a nuevos vecinos en las tiendas que también fueron surgiendo. Se les notaba el desarraigo, el trabajo de adaptarse a las nuevas costumbres, pero eran parejas jóvenes que pronto encontraban su sitio en la ciudad. Sin embargo, muchos trajeron con ellos a los abuelos para no dejarlos solos en el pueblo y estos lo llevaban peor. Las mujeres, al menos, bajaban a las tiendas e iban haciendo amistades y hasta podían encontrar ancianas de pueblos cercanos al suyo con las que intercambiar recuerdos, pero los que peor se adaptaban eran los ancianos, a los que se les veía sentados en las terracitas, solos y sin otro horizonte que la fachada de enfrente. Muchas veces los miraba al pasar y pensaba que acaso echarían de menos la plaza del pueblo y los amigos que allí se reunían día tras día, añorarían los árboles, el pilar, la taberna o el vecino que pasaba tirando de la mula camino del campo o de vuelta de la faena.
Pasaron los años, los ancianos murieron, esta generación de inmigrantes se integró o volvió al pueblo y sus hijos quizá emigraron también a otras tierras o a otras zonas de la ciudad. El barrio se fue despoblando y nuevos inmigrantes ocuparon los pisos vacíos. Venían de más lejos, habían cruzado el Estrecho en patera o el Océano como turistas para luego quedarse y buscar el trabajo que escaseaba en sus países. Nos acostumbramos entonces a oír otros acentos, el dulce hablar americano o las voces recias y elevadas de los subsaharianos.
Pero llegó la crisis, la falta de trabajo, y estos inmigrantes también han ido desapareciendo, con lo que los pisos de estas casas, cada ver más deterioradas y con peor aspecto, han vuelto a quedarse vacíos y muchas tiendas van cerrando por falta de clientes. Me pregunto si algún día habrá otra inmigración que las ocupe dando vida al barrio, o si estarán destinadas al derribo cuando el próximo boom de la construcción repare en que están lo bastante céntricas como para poder convertirlas en viviendas de lujo.
La edad nos permite ver la evolución de la ciudad y el paso por ella de tantas vidas. No cabe duda que la vida es cambio, por tanto la situación actual vendrá de nuevo a ser otra distinta. Saludos.
ResponderEliminarQuizá contemplando estos cambios es como podemos apreciar mejor el trascurso del tiempo.
ResponderEliminarUnos se van, otros llegamos. Todos dejan su impronta, su presencia, su soledad, su forma del exilio... incluso los barrios nos marcan a nosotros y parten con nosotros, cuando nos hemos ido.
ResponderEliminarHace años, cuando le mostré a un israelita trasplantado a mi ciudad la casa donde había nacido, me dijo: Eso pocas veces lo puede hacer un judío, pocas veces vive en el mismo sitio donde nació.
ResponderEliminarEn pocas líneas nos mostraste ese ir y venir de gente que van cambiando algunas zonas de las ciudades trayendo costumbres, acentos y tradiciones de otras tierras que se van mezclando con los del lugar. Y con estos movimientos se pasa de la curiosidad de lo nuevo que llega a una cierta tristeza cuando otra vez desaparecen para seguir buscando su destino.
ResponderEliminarAsí como el mar se mueven las gentes, en oleadas que unas veces avanzan y otras retroceden dejando tras de si alguna señal.
Cuando paso por ese barrio no puedo evitar recordarlo como era esa zona en mi niñez: todo huertas, todo verde. ¿Y que es ahora? Un conjunto de casas por las que han pasado distintas gentes que no han arraigado, que no le han dado al barrio una vida estable y permanente.
ResponderEliminarCómo espejo de la vida misma. Diferentes etapas, risas y/o llanto. Abandono y florecimiento. Derrumbe. Si se es optimista se espera un nuevo resurgir, si eres pesimista/realista imaginar un futuro tan diferente y con tan diferentes vidas y costumbres que ni podemos imaginarlo. Besos
ResponderEliminarLo más probable es que la siguiente etapa de ese barrio yo ya no la vea, pero me gustaría soñar algo imposible: la vuelta de esas huertas y de las acequias corriendo por ellas.
ResponderEliminarDe todos los lugares en que viví, que fueron muchos por la profesión de mi padre, guardo en mi memoria bellos recuerdos.
ResponderEliminarY si es doloroso ver los cambios producidos en cada uno de ellos, lo menos soportable es el deterioro por abandono.
Para mí resulta triste pasar por ese barrio y tengo que hacerlo con frecuencia. Miro las tiendas cerradas y recuerdo a personas que conocí en ellas, a los dueños, a las clientas que las frecuentaban. Allí conocí a la que luego fue mi amiga y que ahora ya tampoco está. Como yo, ella no vivía en el barrio, pero acudía a unas tiendas que fueron buenas y bien atendidas, tiendas pequeñas sin la impersonalidad de los supermercados
ResponderEliminarLos barrios ya no son los Barrios. Ahora son cotos o espacios acotados, deshumanizados en parte, descoordinados y en parte, desolados.
ResponderEliminarNací y me crié durante un tiempo en La Chana. Ahora, cuando la recorro, me resulta un barrio casi desconocido. Ha cambiado casi todo, menos sus edificios casi en ruinas.
Viví durante once años en la calle Pedro Antonio (entre los 70 y los 80), y recuerdo como los niños íbamos a jugar a las huertas que allí existían.
¿ La foto que has puesto es de Pedro Antonio de Alarcón ?
ResponderEliminarLos edificios son muy similares.
Yo, como es lógico, tengo recuerdos más antiguos, de cuando el camino de Ronda era una carretera con huertas a los lados y solo alguna casa, como aquella en la que murieron los hermanos Quero y ha estado hasta no hace tantos años con los disparos aun visibles en su fachada, disparos que oímos desde mi casa aquel día.
ResponderEliminarLa foto es del barrio que hay entre la calle Alhamar y el río.
Me gusta este post sobre el barrio, Senior. Yo tambien lo conoci cuando tu dices: las huertas junto al Camino de Ronda, y las viejas casas aisladas camino del puente de la estación.
ResponderEliminarY creo, de verdad, que acabarán echando abajo esos horribles bloques frene a la Placeta Arabial, o cerca de Mendez Nuñez cuando se den cuenta del buen sitio que tienen y del buen negocio que podrían volver a hacer, como ya hicieron en los años 60 y 70. Qué lastima de ciudad!!
Y que lo digas: que lástima de ciudad. Cuando a mí me hablan de lo bonito que está el barrio Fígares, me pregunto si realmente puede estar bonito con unas calles que estaban bien para casas de dos plantas, pero que quedan estrechas con edificios de siete. Fue mala suerte que toda esta zona se urbanizó en la época peor, la del desarrollismo y los ayuntamientos no democráticos, que hacían y deshacían a su antojo sin que nadie pudiera protestar.
ResponderEliminarEse extraño fluir de la gente y ese paisaje que se amolda a lo humano, a sus presencias y a sus ausencias.
ResponderEliminarNo sé el motivo pero cada vez estoy más convencido de que tras este frenazo en seco vendrá otro boom inmobiliario.
Abrazos
El fluir de la gente se supone que debería ser el fluir de la vida, pero lo triste es que hay barrios que se quedan sin gente y sin vida.
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