A Ariel Schiller -un judío del Antiguo Testamento y un granadino con casa en Jerusalén, como él se definía- lo conocí en las celebraciones de la Eucaristía que teníamos los domingos con el teólogo José María Castillo en el Centro Padre Suárez de los jesuitas. Eran unas misas con unos asistentes de lo más variado, desde miembros de Comunidades Cristianas Populares hasta sacerdotes casados, desde extranjeros de paso por Granada hasta casos tan excepcionales como el de Ariel, que asistía acompañando a su pareja Encarnación Varela. Y digo pareja, por la costumbre ahora de hablar así, pues Ariel y Encarnita se habían casado tres veces nada menos. Primeramente, una boda civil en una isla del Mediterráneo, no recuerdo si Creta o Chipre, después otra en Jerusalén por el rito judío y, por último, el matrimonio católico en la pequeña capilla de la Facultad de Teología de Granada.
Y allí estaban los dos todos los domingos porque, al unir sus vidas, habían acordado que cuando estaban en Israel, ella lo acompañaría a la sinagoga y, en Granada, él acudiría con ella a misa. Y, claro, no había mejor sitio para ellos que aquellas celebraciones tan heterogéneas, presididas, además, por el jesuita que testificó su boda.
Ariel Schiller nació en Argentina de una familia alemana que había huido de la persecución nazi, de adulto se trasladó a Israel y, siendo profesor de la Universidad de Jerusalén, tuvo que escapar de Israel por su oposición a la política de asentamientos en Palestina que llevaba a cabo el gobierno. En su periplo por Europa, llegó a Granada, se puso en contacto con el departamento de Estudios Semíticos de la Facultad de Letras de la UGR, allí estaba Encarnita como profesora... y llegaron las tres bodas. Las bodas y aquellos domingos en el Centro Suárez, en los que Ariel intervenía como uno más, a requerimiento muchas veces del propio Castillo que, al tocar algún tema del Antiguo Testamento, decía: Corrígeme, Ariel. Y él, tan respetuoso siempre, nos pedía permiso y aportaba sus conocimientos desde un punto de vista distinto, con el que enriquecía el coloquio en que participábamos todos. Terminada la celebración, muchas veces nos tomábamos unas cervezas en algún bar de la vecina calle Elvira, donde Ariel miraba con recelo la tacita de caldo que ponían de tapa y nos advertía de que si el caldo era de caracoles no contáramos con él.
Aquellas Eucaristías de los domingos terminaron cuando las autoridades eclesiásticas iniciaron la persecución de los profesores de la Facultad de Teología, suspendieron la docencia de José María Castillo y Juan Antonio Estrada y le sacaron tarjeta roja a otros muchos, que unos salieron de Granada, otros de la Compañía y otros dijeron adiós para no volver, dando fin a la mejor época de la mejor facultad del país y una de las mejores de Europa.
A pesar de esto, seguí en contacto con Encarnita y Ariel gracias a las conferencias en el Centro Cultural Dari de la Institución Teresiana, a donde Ariel acudió varias veces a hablarnos siempre de temas interesantes y oportunos, como aquel día en pleno fragor de la intifada. Un día que he recordado muchas veces desde el principio de la masacre de Gaza, igual que estoy recordando a Ariel y preguntándome qué habrá sido de él después de la muerte de su imprescindible Encarnita y si no la habrá seguido hacia donde puedan continuar juntos.

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