30/11/18

Carmencica





      En la época que yo la recuerdo, era ya una mujer muy mayor, una viejecita menuda, con su pelo blanco recogido en un “roete” y siempre vestida de negro. Vivía en un pueblo de los que se comunicaban con la ciudad por aquella red de tranvías que, lamentablemente, dejamos perder, y mi madre me contaba que en la más inmediata posguerra, cuando en la ciudad faltaba de todo, había sido de aquellas mujeres que llegaban desde los pueblos con un gallo, un conejo, una docena de huevos o cualquier cosa que se pudiera vender, para lo cual se bajaban del tranvía varios kilómetros antes de llegar y entraban en la ciudad por los caminos de la Vega, tratando de evitar que en el fielato les requisaran su mercancía o tuvieran que pagar por ella.

      Ya desaparecidos los fielatos y hasta las cartillas de racionamiento, encontramos a Carmencica con un puesto de chuches en su pueblo y teniendo que venir a Granada a comprar lo que en él vendía, pero el tranvía era caro para su pobre economía y compensaba el gasto del billete trayendo algo que vender. Ya no eran las gallinas o los huevos que se podían comprar en Granada, sino cosas que seguían siendo difíciles de encontrar, como una perdiz recién cazada o un manojo de espárragos trigueros. Pero esto también se le puso complicado cuando empezó a subir el nivel de vida y decía: “El que caza una perdiz se la come y la que rebusca espárragos los quiere para su familia”.  Sin embargo, Carmencica no se arredraba, tenía que costearse el viaje y nos traía a sus clientes… flores del campo. Ramilletes de flores silvestres muy bonitas, pero que no duraban nada puestas en agua. Y mi madre se las compraba, porque Carmencica estaba cada vez más vieja y, al llegar, se sentaba y pedía un vaso de agua. Solo eso, nunca aceptaba nada más ni recibir dinero sin darnos algo a cambio. Ella venía a vender, no a pedir limosna. Hasta que un día dejó de venir y alguien nos dijo que había muerto. Se acabaron las flores silvestres en el jarrón del cuarto de estar y pasó al recuerdo aquel último manojo de espárragos que ella misma había rebuscado para nosotros.

 

21/11/18

Tacones






      En la calle y subiendo unas escaleras pavimentadas con empedrado granadino, me cruzo con una chica que, con sus altos tacones, baja por ellas agarrada a la barandilla y con tanta dificultad que hasta su acompañante tiene que ayudarle porque amenaza con caer rodando. Vamos, que yo a su lado, con mis años y mis achaques, soy una grácil bailarina.

      Y me pregunto como es posible que alguien renuncie a su agilidad de joven por llevar unos tacones, que ni siquiera le sentaban bien porque se le veía más tacón que pierna.  

11/11/18

Otro artículo






      Otro artículo interesante que he leído, pero que no voy a transcribir completo, ya que, al ser su autor un profesor de Secundaria jubilado, va encaminado preferentemente a la educación de los menores. Pero, aun así, creo que podemos sacar provecho de él los no menores y hasta los que peinamos abundantes canas.

      El artículo se titula ES DIFÍCIL VIVIR SIN AUTOESTIMA y su autor es Juan Santaella que, como digo, fue profesor y durante doce años desempeñó cargos en la Junta de Andalucía, siempre relacionados con la Educación, volviendo luego a su cátedra en la que se jubiló. Desde entonces y como podéis ver en esta entrevista, sigue cooperando en la enseñanza, ahora ya “por libre” en un centro penitenciario, en la Cruz Roja… o donde se presente. Publica también todos los jueves una columna en IDEAL de Granada y ahí es donde he encontrado estas reflexiones sobre la autoestima, de la que dice: …favorece la autonomía personal; permite aceptar las críticas sin deprimirse y no se envanece con los halagos; facilita la libertad, sin dependencias ni esclavitudes; nos hace capaces de perdonarnos a nosotros mismos y poder perdonar a los demás…

      Por ello, recomienda a los profesores que fomenten y estimulen la autoestima en sus alumnos creyendo en ellos, aceptándolos como son, porque Para que los jóvenes crean en ellos y en sus posibilidades, es necesario que vean esa fe previa en sus educadores.  Y añade como ejemplo este caso que sí voy a transcribir completo. 

Jack Kornfield, en su libro “La sabiduría del corazón”, nos habla de un caso impresionante. Una profesora de Historia de un centro de secundaria, que conocía la importancia de la autoestima, escribió en la pizarra los nombres de sus 27 alumnos, les pidió que copiasen la lista y que escribiesen junto a cada nombre alguna cosa que les gustase de ese compañero. El día de vacaciones de Navidad, les entregó a todos los alumnos una hoja individualizada, con su nombre, donde aparecían pegadas las veintiséis cosas buenas que sus compañeros habían escrito de él. Años más tarde, la profesora recibió la llamada de la madre de uno de ellos, Robert, comunicándole que su hijo había muerto en la Guerra del Golfo. Acudió al entierro junto a otros muchos compañeros. Al final del funeral, la madre sacó un trozo de papel gastado y le dijo: “Esta es una de las pocas cosas que encontraron en el bolsillo de Robert cuando los militares recuperaron su cuerpo”. Otra antigua alumna abrió su bolso y sacó una hoja cuidadosamente plegada y confesó que siempre la llevaba con ella. Un tercer exalumno confesó que su hoja estaba enmarcada y colgada en la cocina de su casa. Otro contó que su papel fue el más importante de los textos que se leyeron en su boda. El reconocimiento de las bondades del otro había operado un milagro: Transformó el corazón de los estudiantes. 

      Y añade como resumen Juan SantaellaPara ser personas seguras, no basta con el esfuerzo, es necesario la compasión y el apoyo de los demás, sobre todo de los que más valoramos y queremos.