31/10/20

Carta al Director

 


      En la sección de Cartas al Director del periódico IDEAL, se publicó hace ya unos días la de un señor que no conocía, pero que, al meterlo en el buscador, he visto que es autor de algunas publicaciones. La carta se titula El mundo desolado y la firma Manuel Fernández Olvera. Dice así:


      La mayoría de nuestros padres (de los que son de mi edad), nacieron poco antes o durante la Gran Guerra, la que ocasionó varias docenas de millones de muertos en solo cinco años.

      Cuando la mayoría de ellos sólo tenían la edad del botellón, fueron reclutados por los charlatanes demagógicos de ideologías extremas –y otros muchos a punta de pistola- para integrarse en uno de los bandos de un ejército cainita, para matar a personas de su mismo país, de su misma región, de su misma ciudad y de su mismo pueblo. 
     Las madrugadas eran más sigilosas que las bullangueras macrofiestas: se trasladaban a paisanos, a vecinos, amigos e incluso a familiares, para darles el paseíllo, delante de las tapias de los cementerios o en el fondo de las cunetas de las retorcidas carreteras. 

      Vueltos a casa, se les exigía –a punta de consejo de guerra- obediencia ciega, silencio, sumisión y hambre patriótica. Y la felicidad podía consistir en comer una vez al día un boniato cocido y descansar unos segundos del piojo verde.

      La gente se resignaba a que sus hijos muriesen a miles por la tosferina, el sarampión, la tuberculosis y hasta por un resfriado común. 

      Penando nuestra posguerra, Europa repite guerra mundial y vuelven a morir otra vez docenas de millones de personas, que perecen en seis años. Ni una queja. Y, como guinda del desastre, seis millones de judíos son gaseados, sin que ni un solo alemán supiese lo que su dios, y su pandilla de genocidas, estaba haciendo. Y el resto de Europa estaba mudo y ciego.

      En los años dorados del franquismo, el pueblo interior sigue con sus penurias y padecimientos, y miles de personas emigran, con sus albarcas, sus boinas y sus maletas de cartón, a Alemania y otros países europeos, en busca de sobrevivir, dejando a la familia abandonada a la suerte de que sus esposas fregasen suelos y sirvieran para lo que fuese, mientras que sus hijos iban por todas partes buscando un trabajo de aprendiz, sin sueldo, tras abandonar la escuela cuando aun no tenían ni pelusilla en el labio superior de sus hambrientas bocas.

      Y ahora, con esta desgracia de epidemia del puto corona, se nos pide que contengamos la irresponsabilidad y llevemos una mascarilla… y nos sentimos la generación más desgraciada de toda nuestra historia.

      Se nos pide -no que vayamos al fin del mundo a malvivir y morir- que nos quedemos unos días en casa (con Internet, con tele, con frigorífico, con calefacción, con agua, con luz y con la despensa llena de toda clase de productos gourmet)… y nos deprimimos, nos sentimos muy desgraciados.

      Solo nos piden que llevemos mascarilla, que respetemos unas simples normas socio-sanitarias, nos piden que nos queramos más, que nos respetemos un poco más, que seamos un pelín más solidarios… y nos sentimos desgraciados. No ha sido suficiente verle las orejas al lobo. Nos sentimos desgraciados. ¿Qué pasará en nuestro estado de ánimo cuando no sean las orejas, sino cuando sean las fauces de la bestia las que atenacen nuestras gargantas?

       ¡Nos sentiremos más desgraciados!

      Será porque, en el fondo, es eso lo que somos.            


21/10/20

Las Cuidadoras




      Son morenas, de poca estatura y con un envidiable pelo negro y fuerte. Las vemos por la calle, empujando las sillas de ruedas de nuestros viejos, de las personas de mi edad que necesitan ayuda. Las vemos en los parques, ellas en un banco, la persona que cuidan al lado. Las vemos en las tiendas, haciendo la compra de la casa donde trabajan, comprando artículos que no podrían pagar con su dinero, pero también en tiendas que ya venden los productos que llegan de su país y que ellas tienen costumbre de comer. Proceden de lo que antes llamábamos Hispanoamérica y nuestra lengua, en sus labios, tiene una riqueza que ya quisiéramos los que hemos nacido aquí. 

      Algunas vinieron solas o con amigas, otras dejaron atrás marido e hijos, que las más veteranas quizá han conseguido reagrupar. Algunas desean quedarse, pero otras solo buscan la forma de comprar una casa en su tierra o poner un pequeño negocio. Y todas, todas, ahorran hasta el último céntimo, porque envían a su familia de lo poco que ganan. Viven donde pueden, muchas veces hacinadas varias familias en una vivienda y, las que han venido solas, prefieren trabajar internas para ahorrarse el piso o la habitación donde vivir, pero a cambio de eso, muchas veces las explotan estando disponibles las 24 horas. 

      Son Las Cuidadoras, cariñosas con los viejos, aguantando lo que les echen con tal de conservar el trabajo. Y nosotros les pagamos metiéndolas en el bucle de la Ley de Extranjería: Sin permiso de trabajo, no hay trabajo legal; sin trabajo legal, no hay permiso de trabajo. En nuestro país hay personas que abominan de la inmigración, pero ¿qué sería de nuestros viejos sin ellas?

 

13/10/20

Despedida


 

      Adiós, amigo, padre de mi amigo y ya amigo mío. Te he visto por última vez con tu manta rosa sobre las piernas, he pasado mis dedos sobre la pantalla y he rozado tu frente con mis labios. Tu hijo es mi amigo, tú lo sabes ahora, cuando ya todo se sabe y todo se ignora. Tu hijo es mi amigo y el corazón me sangra por su pena. Tu hijo es mi amigo y no puedo estar con él. No va a llorar en mi hombro, no puedo rodearlo con mis brazos… ¡Y es mi amigo! MI AMIGO.

      Adiós, padre de mi amigo, padre mío, padre de todos ya.

      Descansa.


7/10/20

Y volveré



      Entre los vídeos musicales de agosto, hubo uno en el que, hablando de la voz del cantante, no mencionamos la letra de la canción, que tenía tela. 

      En ella, un chico le dice a su pareja:

      Adiós, amor. Lo he pasado muy bien contigo, pero la magia terminó y yo me largo. Sin embargo, si me aseguras que tú y tu amor esperaréis lo que haga falta, a lo mejor algún día echo de menos la paz que tú me das y me apetece volver. A tus brazos, por supuesto, pues seguirás con ellos abiertos, aunque te hayas convertido en estatua de sal. Y, entonces, el sol alumbrará, las estrellas brillarán, etc. etc. Vamos, el disloque. Pero, mientras tanto, ahí te quedas, amor, y que te vaya bonito.