30/9/18

Último domingo de Septiembre





 
      Hoy es un día grande en Granada, pues sale la procesión de la Patrona, la Virgen de las Angustias, y con ese motivo se instala muy cerca de su iglesia una feria de frutos de otoño y de las típicas “tortah de la Vihen” (dialecto granaíno).

      Pero no voy a hablar de la Patrona ni tampoco de esa feria, sino de un poema de José Carlos Gallardo, a quien ya conocéis los visitantes de este blog y del que a final del mes que entra se cumplirán diez años de su muerte. Pertenece al libro Hombre Caído, escrito muy joven durante una larga estancia hospitalaria, y el poema que vamos a leer, probablemente, en la fiesta de hoy, en la del Corpus o en otra menor, ya que se titula FIESTA OÍDA. Oída desde el hospital, ese hospital donde un hombre en una cama tiene los brazos fuera de la vida, como dice en otro poema. 

      FIESTA OÍDA

         Muy lejos de esta noche ríen los cohetes.
      Tan lejos, que los oigo.
      La fiesta es tan lejana que la siento. 
      Las muchachas, oscuras, en túneles de hombres;
      tan distantes, que yo las veo, 
      casi las palpo: “aquí, el amor; aquí, la vida”.
         Y ya las tiento: “aquí es una muchacha
      crecida para esta fiesta”. 

         ¡La fiesta!
         ¡Aquí está la fiesta, brillante!
         El ruido está pegado a las fachadas,
      cuatro hombres tiran de la gente
      y la reparten como cuatro ríos. 

         ¡La gente!
         Aquí viene la gente con las caras
      cubiertas de sonrisas, 
      con la fiesta en las manos, 
      haciendo y deshaciendo gestos, risas, 
      pisándose la voz.
      Hay quien trae su lujuria en vez de una sonrisa. 
      (En los labios se llevan muchas cosas, 
      desde besos hasta mujeres muertas)

         Pero es la fiesta.
         ¡Aquí está la lujuria!
         Tan lejos como estaba, y aquí está. 

         Tan solo como estaba; tan enfermo, y ya tan lejos…

         He de cerrar después todas las puertas
      que han aprendido sangres y pañuelos. 
         Recoger corazones de la calle
      antes de que los pisen.
         Y oír después mi soledad desde allí,
      desde la fiesta,
                                de tan lejos como estaba, amigos,
      ¡con la de cosas
      que llevaba en los labios!... 



22/9/18

Tuiteando


 


      Como podéis ver, eso de ahí arriba es un tuit, en el que he borrado el autor porque en el colegio me enseñaron que se dice el pecado, pero no el pecador. Y pecado –y gordo- es este tuit.

      Vamos a ver, señor tuitero: ¿Solo la hija de un rey tiene la vida resuelta? ¿La de un millonario no? ¿Qué me dice de la hija de Don Amancio? ¿Y la del señor Roig (si es que la tiene)? Eso por no salirnos de lo local, que, si traspasamos las fronteras, por ahí anda brujuleando hace tiempo una tal Paris Hilton, que hace muchas cosas, pero pelear, lo que se llama pelear por las habichuelas, me parece que no mucho.

      Por favor, seamos serios. Si queremos criticar o rechazar algo, hagámoslo con argumentos sólidos y verdaderos, porque con chuminás como esta lo único que conseguiremos es el efecto contrario. Carmen, la hija del tuitero, tendrá que “pelear cada cosa que consiga”, pero no porque no sea hija de un rey, que eso es algo que le ocurre a bastantes personas, sino porque si todas las visiones de la vida que reciba de su padre son como esta… va lista la criatura.
  

13/9/18

El terremoto







      El “enjambre” de pequeños terremotos que estamos sintiendo en estos días, me ha hecho recordar el que sufrimos el 19 de abril de 1956. Como vemos en este vídeo, fue un terremoto de magnitud 5 e intensidad 8, con epicentro en Sierra Elvira, que causó víctimas y graves daños, sobre todo en Albolote y Atarfe, pero también se dejó sentir con fuerza en Granada capital. Fue alrededor de las 7:30 de la tarde y a mí me cogió en el cine, un cine pequeño, escalonado, donde proyectaban una película en la que intervenían las quintillizas Dionne, y estaba acompañada por un chico con el que iniciaba entonces un noviazgo que fue “oficial” pocos días después.

      Así que estábamos tan tranquilos viendo nuestra película, cuando todo empezó a moverse bruscamente. La butaca bailaba y en la pantalla no se veían cinco gemelas, sino cincuenta… La gente gritaba y corría hacia la puerta, se encendieron las luces y la proyección se cortó. Pero nosotros nos quedamos inmóviles, yo me agarré al brazo del chico y no cruzamos ni palabra. Cuando el “baile” terminó, el cine estaba casi vacío, pero los que quedábamos seguimos allí y, un rato después, se apagaron las luces y continuó la película. Al terminar, dimos una vuelta por la ciudad supongo que comentando el “meneo” y volví a mi casa a la hora establecida normalmente.

      Y allí me encontré la sorpresa: una madre asustada y llorosa y un padre que me armó una bronca fenomenal. Al parecer, había ido al cine para ver si me había ocurrido algo y el portero le dijo que allí no quedaba casi nadie, que todo el público se fue con el terremoto. Regresó entonces a mi casa, sin saber donde estaba yo, y allí esperaron hasta que a mí se me apeteció volver con cara de aquí no ha pasado nada. No recuerdo que hice entonces, pero sí se me quedó grabada una frase de mi padre: Podíamos estar muertos y a ti no te ha importado.  En aquel momento, la bronca de mi padre me pareció injusta, pero con el paso de los años me di cuenta de que tuvo más razón que un santo, que yo no había pensado en ellos ni en las víctimas que podrían estar ingresando en los hospitales. No había pensado en nadie, solo en el chico de la butaca de al lado, en la película… y en mí misma. Ahí empezaba y terminaba mi mundo. Había actuado con la inconsciencia, la despreocupación y el egoísmo propios de mi edad.

      Porque de niños, de adolescentes y de muy jóvenes somos así, no pensamos más que en nosotros, y solo con el paso de los años, con la madurez, vamos desarrollando la comprensión hacia el otro, la empatía, el ponernos en su lugar. Por eso, con la madurez llega lo que llaman los psicólogos “convertirnos en padres de nuestros padres” y esos conflictos, que son frecuentes en la adolescencia y juventud, van desapareciendo porque miramos a nuestros padres como se mira a un niño, al que hay que proteger, cuidar y perdonar las travesuras propias de su edad.