Hace ya tiempo, traje aquí la pequeña reseña de un libro de un amigo, que me había gustado mucho. Hoy, cuando la primavera todavía ni se adivina, quiero mostraros un artículo suyo –yo diría que relato- que describe el florecer de los almendros en la Alpujarra, la comarca que lo vio nacer.
Gracias, Paco, por tu generosidad al permitirme publicarlo. Y también todo mi agradecimiento para Landahlauts, que me ha cedido esta preciosa foto.
Francisco Gil Craviotto
Hace ya varios días que han comenzado a florecer los almendros. Febrero es el mes de los almendros y el almendro el rey de los secanos. Ni la vid, ni la higuera, ni el olivo ocupan su puesto ni tienen su belleza.
El almendro es el amigo inseparable de este paisaje seco, adusto, salpicado de cerros imponentes, barranqueras y lomas interminables. ¡Qué hermoso en medio de los tajos el ramaje leve del almendro! Pequeño -a veces insignificante-, sin la ostentación de esos árboles enormes -el nogal, el tilo, el roble - es todo un símbolo de nuestra tierra. Nadie como él para recordar a ese hombre, humilde y austero, que lo plantó.
En las faldas de los cerros, en las grietas de los tajos, en las pequeñas llanadas que quedan entre loma y loma, al borde de los riachuelos y barrancos, en alcores y altozanos, con su tronco negro y sus hojillas leves, allí, irremisiblemente, está el almendro, humilde señor de los secanos, inseparable compañero del tomillo y la retama.
Lo he visto en invierno sin una hoja, negro como un fantasma en la noche, me ha inundado el corazón de gozo cuando, antes de que apareciera la primavera con su más precoz florecilla en la más insignificante hierba del campo, estaba él, erguido en lo alto de su tajo, inundando de flores el paisaje.
-Si este año no hay hielos en primavera tendremos una buena cosecha, -decían confiados los campesinos-.
Y lo miraban como se mira a un niño pequeño, como si fuera de cristal, de aire o de humo y se pudiera deshacer. Hacía sol. Abejas y otros insectos pululaban en torno. Iban naciendo poco a poco las hojas nuevas, siempre de un verde tan fresco y brilloso que daba encanto verlas y tocarlas; al tiempo que, bajo el almendro, toda la tierra se iba cubriendo de blanco. Era una lluvia de pétalos que, hasta que caía el último, la brisa de la tarde movía a su antojo. Las allozas, con su leve pelusilla, crecían insensiblemente. También las tardes se hacían cada día más largas y soleadas.
-Como no se asolen, vamos a tener una buena cosecha, -decían ahora los campesinos-. Y seguían mirando al almendro con la misma ternura con que se mira a un niño.
Y la alloza, día a día, noche a noche, con esa maravillosa naturalidad y precisión con que la naturaleza hace las cosas, si antes alguna nevada no la helaba, si alguna solanera no la quemaba -era débil como todo lo hermoso-, se convertía en almendra. En almendra dulce, apetecible y deleitosa, que, con la caricia del sol, se iba abriendo, separándose más y más de la capota, hasta que un día:
-Ya va a siendo tiempo de empezar a varear.
-Sí, en cuanto pase San Roque.
San Roque, con las fiestas del pueblo vecino -hoy sepultado bajo las aguas de un pantano-, era la fecha tope, el 'Rubicón' para decidirse a iniciar la faena.
¡Días azules de la lejana infancia! ¡Qué jolgorio de muchachas, de risas, de coplas y acertijos, bajo los almendros vareados y los mondaderos de los porches cortijeros! Eran siempre los finales de verano. El sol no quemaba tanto como antes y, al final de la tarde, empezaba a ser tibio y consolador. Cuando ya se había terminado la faena había bailes en los cortijos y, a la tenue luz de los candiles, ellas lucían sus vestidos nuevos y a veces se dejaban amar. Eran los días que salían más novios.
Después, otra vez los almendros sin hojas, ateridos por el frío del invierno, pero entre su ramaje seco, de nuevo brillaba, prometedor, el botón que sería flor en febrero y fruto en agosto.
¿Seguirá todo como antes? Cada año las mismas coplas al final de la monda, la misma ilusión de las mozas, la misma tierra eterna, madre incansable, que nutre plantas y hombres. Sobre ella, una vez más, florecen los almendros.
Una bella descripción no sólo de los almendros sino de todo el ambiente que los rodea, el paisaje, las estaciones, el amor de los campesinos por esos árboles que pasan a lo largo del año de verlos con un ramaje seco a ir poblándose de hermosas hojas verdes y de blancas flores que terminaban por cubrir con sus pétalos el suelo que los rodea. Todo este escrito es sensibilidad envuelta en cierta nostalgia al recordar esos paisajes poblados de almendros.
ResponderEliminarGil Craviotto tiene muchos artículos y hasta libros, en los que evoca estos recuerdos de su infancia en la Alpujarra, una zona que marca a quien ha nacido o vivido en ella.
EliminarPrecioso el texto, pero como todos los años si florecen anticipadamente y llegan heladas, las flores morirán y no habrá cosecha, este año como prácticamente no me he movido ignoro si ya han florecido aunque es su época, esperemos que la sabia naturaleza sea capaz de adivinar si la flor fructificará y dará el fruto correspondiente.
ResponderEliminarEn Granada ciudad no hay apenas almendros. Al menos yo no he visto ninguno, aunque Landahlauts tiene fotos de unos que están en propiedad privada y que no se como no se hielan en inviernos como este.
EliminarBonito texto, muy evocador, pero miro por la ventana y me parece que los almendros suizos andan aún muy aletargados, cuando no cubiertos de nieve. He buscado en Amazon Mis paseos con Chica, porque tiene muy buena pinta, pero anda descatalogado. No obstante, en Madrid hay muchas librerías de viejo y no me extrañaría poder encontrarlo.
ResponderEliminarPodías intentarlo en la editorial, pues acabo de ver que lo tienen todavía a la venta, con estas condiciones de envío y pago.
Eliminar¡Vaya! El enlace solo remite a la web, no a la página donde está el libro y el carrito de la compra, pero poniendo el título en el buscador sale en seguida.
EliminarYa lo buscaré por Madrid, que es parte del encanto de comprar libros. Ahora mismo tengo demasiados pendientes por leer, pero gracias de todas formas.
EliminarGracias a ti por tu interés y tus visitas.
EliminarUn tono romano respecto de nuestra madre tierra muy hermoso
ResponderEliminarUn saludo
Romano o alpujarreño.
EliminarQué evocador ese paisaje alpujarreño para mí que, cuando estoy en mi cuartel general, vivo rodeado de almendros, olivos, vides, hayas y carrascas, entre pinares, bojes y hierbas aromáticas. Pero el almendro, ay, el almendro, que, impaciente, florece arrastrado por el febrerillo loco, pintando de primavera el tramo final de invierno que, aún castigador, envía su soplo gélido sobre las floridas ramas rebozándolas de escarcha.
ResponderEliminarYo tengo a los almendros como los grandes ausentes en mi vida y ni siquiera se si en este momento han cambiado el color de laderas y cerros en La Alpujarra. Por eso, quizá, he recordado ahora este artículo que leí hace muchos años y se lo he pedido al autor para publicarlo. Nostalgia de almendros se debería haber titulado el post…
EliminarUn relato que me ha emocionado por lo descriptivo en imágenes y emociones. Gracias por compartirlo pues casi he llegado a ver los almendros en flor, ya que por aquí no los hay. Gracias nuevamente Un abrazo.
ResponderEliminarSi conocieras la Alpujarra aun te emocionaría más. Gracias por la visita, RosaMaría
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