Se llamaba María Izquierdo y mis recuerdos más antiguos de ella son los de una anciana de carácter no muy agradable, que visitaba con frecuencia mi casa y que yo rehuía besar porque me dejaba la cara llena de saliva y tenía un lunar con pelos que me pinchaban. Pero mi padre decía: “Tienes que besarla porque la pobre María está muy sola y te quiere como a una nieta”. Y yo aguantaba estoica sus besuqueos para luego escapar al baño a lavarme la cara. María era soltera, sin familia, y había sido modista o bordadora de cierto prestigio, lo que le había permitido comprar la casa en la que vivía y, en ese momento, ya jubilada, vivir de ella, puesto que tenía alquilado el bajo a un matrimonio con el que se llevaba fatal. No se –o no recuerdo- de donde le venía a mi padre esa amistad tan despareja, una mujer anciana con un hombre que no llegaría entonces a los 40 años y que no era pariente suyo ni de lejos, pero el caso es que esa mujer estaba en nuestras vidas desde siempre, desde mi siempre, al menos.
Como digo, nos visitaba con frecuencia, unas veces a contarnos sus problemas con los inquilinos y otras a consultar con mi padre sus papeles del banco, sus recibos, etc. Pero lo malo era que siempre llegaba a la hora de almorzar y, según ella, ya comida, por lo que ni quería comer con nosotros ni tampoco podíamos ponernos a comer estando ella sentada a la mesa. Y así recuerdo a mi padre mirando el reloj porque se quedaba sin la cabezada de después de almorzar y a mi madre asomándose a la cocina para comprobar que el arroz se estaba pasando. Recuerdo también como mi padre decía algunas veces: “Volveré más tarde porque tengo que pasar por casa de María”. Y también como, cuando hacía mal tiempo o estaba enferma, nos llegaba su emisario, el hijo de un vecino, al que daría una propina por avisar a mi padre de que lo necesitaba “con urgencia”. Luego mi padre volvía malhumorado porque lo había llamado para una tontería, pero se consolaba diciendo: "La pobre María solo quería ver una cara amiga"…
Pasó el tiempo, María siguió envejeciendo y, aprovechando que el inquilino había dejado el bajo, vendió la casa a cambio de una renta vitalicia y se fue a una residencia. Mi madre respiró aliviada porque se terminaban las visitas intempestivas y el arroz pasado. Mi padre creo que también, ya que se veía libre de algunas responsabilidades, aunque la residencia le quedara más lejos para sus visitas y estas sujetas a horarios. Y yo me quedé prácticamente igual, ya que había que visitarla allí y llevarle pasteles los domingos, para que "la pobre María no se sienta tan sola entre gente extraña”. Pero para entonces, yo era ya lo suficientemente mayor como para pensar en lo triste que habría sido dejar su casa y saber que había un señor deseando que muriera para quedarse con ella por el menor precio posible. Y empecé a mirarla de otra forma.
Un día, llamaron a mi padre de la residencia comunicando que había muerto y su entierro no lo recuerdo porque seguramente no me llevaron. Pero lo que sí recuerdo es que, días después, nos llegó por correo un sobre con la dirección profusamente escrita a mano por ella y que contenía todo lo que tenía nuestro: Fotos, principalmente mías, un recordatorio de mi primera comunión, alguna esquela familiar recortada del periódico… Con esto venía una tarjeta de visita en la que se lee con dificultad su deseo de devolvernos lo que sabía no se iba a poder llevar al otro mundo y no quería que “rodara”. Es decir, que sabiendo su muerte cercana, había dispuesto sobre y sello con el encargo en la residencia de que lo echaran al buzón cuando ya no estuviera. Y entonces la lloré. Me llegó al alma aquel cuidado por preservar lo relacionado con nosotros y la lloré como la nieta adoptiva que en su imaginación yo era. Mentiría si dijera que la quería, pero conservo bien guardado el pañuelo de mi primera comunión, que ella bordó con mis iniciales, y la tarjeta con su despedida.
Ahora, cuando, por mi edad y circunstancias, me estoy pareciendo mucho a ella, pienso en la suerte que tuvo de ser la pobre María para una familia que, sin hacer grandes cosas por ella, incluso sin sentir demasiado cariño, supo paliar su soledad y suavizar los duros años de su vejez.
Conmueve esa tarjeta que da fin a una vida y principio a indagar en tus propios recuerdos de un tiempo irrepetible. Hay muchas pobre María -o pobre Juan-; personas mayores que necesitan compartir, sentir una presencia amigable, otros seres humanos con los que llenar esos nichos de soledad que los años hacen más profundos... Pero inquieta y entristece más, todavía, esos otros mayores a quienes sus propias familias han ubicado en ese olvido solitario donde el cariño les está vedado.
ResponderEliminarHe dudado mucho si subir esa foto, pues ella evitó que mis fotos “rodaran” y yo estoy echando a rodar en la Red su nombre y sus palabras, pero he pensado que es muy improbable que quede alguien que la conociera y, por otra parte, quizá sea una forma de reivindicar a una persona que pasó por la vida dejando tan poca huella. La pobre María murió y ahí terminó todo, no se prolongó en nadie, no siguió viviendo en ninguna otra persona.
EliminarNo sé si será un aliciente para ti, Senior, pero que sepas que, tengas familia próxima o no, has ido conformando una pequeña familia virtual a quien has llegado a importar; tus cuitas ya no son sólo tuyas.
ResponderEliminarCuidate.
Lo es, lo es... y se agradece.
EliminarCada vez hay más personas mayores y no tan mayores, solas, incluso en ocasiones es su propia familia la que se desentiende de ellos. Antes no pensaba en ello, en la actualidad de vez en cuando surgen negros nubarrones, posiblemente sin motivo aparente, cual tormenta de verano.
ResponderEliminarHe estado hojeando en tu blogroll y me he llevado una sorpresa, el blog "El rincón de Leodegundia" pronto hará seis años que lo cerró, ¡que barbaridad como pasa el tiempo!
Sí. Hay muchos ancianos solos, con familia o sin ella, y la sociedad no está preparada para eso, pues venimos de un tiempo en que, por un lado, no se vivían tantos años como ahora, y por otro, se tenía otro concepto de la vida y las "pobres María" o los "pobres Juan" siempre encontraban una familia que sustituyera, aunque fuera mínimamente, la suya.
EliminarEn cuanto al blogroll, tiene muchos blogs cerrados y otros que no están cerrados, pero sí inactivos. El problema es que me da pena quitarlos, pues parece como si les cerrara la puerta a los que hace tiempo eran amigos y me visitaban.
EliminarCreo que todos hemos tenido a alguna "pobre María" en algún momento de nuestras vidas. Algunas lo agradecían con caramelos para los niños, otras de otra forma que no llegué a entender en su momento, pero esa tarjeta dice mucho y es un recuerdo que merece ser conservado con cariño.
ResponderEliminarEs curioso ver que conforme voy cumpliendo años voy copiando actitudes que hace solo unas décadas me parecían cuando menos curiosas. Mucho me temo que dentro de poco estaré dando besos y pinchando con los pelos de mis lunares. Supongo que es ley de vida.
A mí, María me regalaba estampas. Estampitas de aquellas que había entonces de santos y vírgenes, que seguramente compraba en alguna iglesia cercana.
EliminarRespecto al segundo párrafo de tu comentario, no te puedes imaginar lo que me divierte cuando hablas de que vas cumpliendo años. Un hombre de tu edad y con tu actividad sintiéndose mayor. Vamos, vamos...
EliminarMisterios de la vida. Muy conmovedor tu relato. Seguro que las estampitas estarían bendecidas, como era antaño que te las daba el sacerdote con gran pompa y la recibíamos con gran devoción. Otro misterio pero de la fe. Costumbres perdidas. Un hermoso homenaje el tuyo. Besos
ResponderEliminarLo de María supongo que es una especie de compensación por el poco aprecio que le tenía. Y en cuanto a las estampitas, eran mitad devoción mitad colección, pues recuerdo tenerlas metidas en una caja y enseñárselas a las amigas, para ver quien juntaba más.
EliminarEs una buena historia. Me encanta esa tarjeta que hizo para vosotros, con la dirección escrita a su manera. Callejón del petróleo. ¿Alguien habrá encontrado petroleo u otros tesoros en ese histórico edificio??
ResponderEliminarCuando voy allí se me encoge el animo, pero eso siempre me pasa en las residencias a las que iba con mi madre a visitar a sus amigas. Ahora dice que ya no le quedan amigas que visitar.
Que tristeza me dá verla ta mayor ...
Perdona, Pilar, que no contestara en su momento a este comentario tuyo, pero Blogger hace tiempo que no me avisa de los comentarios y los de entradas antiguas algunas veces se me pasan. Afortunadamente, lo he visto ahora, cuando he venido a buscar el enlace para una amiga que tiene intención de ingresar allí. Por cierto, ¿te has fijado que La Pobre María puso en sus tarjetas Pensión El Refugio? Y es que, por aquella época, casi le resultaba humillante a una persona irse a una residencia, pues era señal de que nadie te quería en su casa.
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