Hace muchos años, tal día como hoy, víspera del Domingo de Resurrección, era el Sábado de Gloria y los cristianos de entonces no sabíamos muy bien por qué se le llamaba así y si estábamos celebrando algo o no había nada que celebrar hasta el día siguiente. Yo, de niña, pensaba que lo que celebrábamos era el haber terminado aquel triste Viernes Santo en el que cerraban cines y bares, los coches no circulaban por las calles, no se podía encender la radio y hasta, si hablábamos en voz alta, nos decían: Calla, calla, que el Señor está muerto.
Al día siguiente, la cosa se suavizaba, entraba en la normalidad, pero era como un día de espera hasta el domingo, en que nos compraban la campanita de barro blanco para celebrar la Resurrección, cosa que no duraba mucho, pues el badajo de aquellas campanas se caía al rato de sacudirlas y adiós tintineo.
Por lo que he leído y recordado, el Papa Pío XII, con su Reforma de la Liturgia, inició el intento de darle sentido a ese día que se quedaba ahí en medio sin un destino claro, pero se murió sin llevarlo a cabo y, como las cosas en la Iglesia van despacio, no fue hasta el Concilio Vaticano cuando ya nos aclaramos y empezamos a celebrar la Vigilia Pascual el sábado por la tarde/noche, con lo que el Sábado de Gloria pasó a mejor vida y ya fue Sábado Santo, uno de los días del Triduo Pascual.
Las únicas damnificadas fueron las que se llamaban Gloria, que se quedaron sin saber cuando celebrar su santo, pero como para entonces ya se celebraba más bien el cumpleaños, no tuvo mucha repercusión el cambio.