29/4/14

Los Beatles (o la primera vez que me sentí mayor)


     
     En mi adolescencia y juventud fui muy aficionada a lo que entonces llamábamos “música moderna” y, como en España por entonces solo teníamos a Jorge Sepúlveda mirando al mar, Gloria Lasso o Antonio Machín y sus angelitos negros, mis gustos cruzaron los Pirineos o saltaron el charco para la música melódica de Francia y América del Sur, mientras la rítmica, la bailable, me llegaba de USA y también, en menor medida, de Suramérica. Y así superé mi timidez aprendiendo a bailar el tango o dejé que arrojaran al aire mis 38 kilos con el swing y luego el rock. Para el tocadiscos portátil que llevábamos de casa en casa, llegué a reunir una colección de discos no muy extensa pero sí escogida, que me llevó a conseguir el apreciado título de La-Mejor-Música en los bailes que organizábamos los sábados, que llamábamos fiestas y que de Madrid para arriba se empezaron a llamar guateques.

Y entonces,  llegaron los Beatles 

     En las emisoras más progresistas se empezó a oír una música distinta y el NODO nos mostraba con escándalo un grupo de “melenudos” con un nombre difícil de pronunciar para quien no sabía inglés.  Su éxito y la invasión de la Beatlemanía  me cogió ya cercana a los 30 y un poco desligada de toda aquella afición por la música. Las fiestas de los sábados habían quedado atrás y yo luchaba en otras guerras, pero a pesar de eso, seguí con interés la música de los Beatles y muchas de sus canciones me parecieron lo mejor que se había escrito hasta el momento.
     
     Siguen pasando los años y ya con los Beatles separados, una amiga se compra un equipo de música y empieza a formar su discoteca, a lo que  quise contribuir con unos discos de los de Liverpool, así que entro en una tienda de música y me dispongo a elegir unos cuantos de 45 r.p.m., aquellos de cuatro canciones, dos por cada cara. Se me acerca entonces una chica muy joven que estaba a cargo de la sección y, viéndome indecisa, me dice con tono de suficiencia:

-Para elegir esta música hay que conocerla.

A lo que le contesto un poco enrabietada:

-Me llevo este de la primera época, este de la visita a EEUU y este de la época de solo estudio.

Pagué en caja y me miré en el escaparate para ver si se me notaban las canas.


21/4/14

Celebración participada





     Alguna vez me habéis leído quejarme de las celebraciones litúrgicas actuales, con un clero anciano y unos fieles que rondan también lo que se llamaba antes la edad provecta por no decir que estamos ya pasados de fecha como los yogures. Sin embargo, hace unos días me ocurrió algo que me hizo verlo desde otra perspectiva.

    El Viernes Santo se me ocurrió ir a la celebración del Triduo Pascual correspondiente a ese día en una ermita muy pequeña y muy histórica con casi ocho siglos contemplándonos desde sus muros y con un celebrante acorde con la vetustez del local. Como el pobre no estaba para mucho, se había buscado un matrimonio amigo para que le echara una mano en una liturgia que no es la habitual de una misa, pero la ceremonia se desarrolló de tal forma que terminamos ayudando todos, los 10 o 12 fieles que nos habíamos atrevido a desafiar el frío de siglos que, a pesar del calor de la calle, nos fue dejando helados a lo largo de la hora y media que duró aquello.  

     Si alguno conocéis la liturgia del Viernes Santo sabréis que se lee la Pasión más o menos representada, adjudicándole los papeles a los participantes, de forma que hay un lector que va narrando el evangelio, al sacerdote le corresponde el papel de Jesús y los fieles representan al resto de los personajes. Pues bien, antes de empezar el sacerdote quiso que ensayáramos y ahí ya empezaron los problemas, pues aunque el lector y los fieles nos sabíamos nuestros respectivos papeles al dedillo, el que fallaba era el principal actuante, el cura, que nunca sabía cuando le tocaba a él y salía de Poncio para meterse en Pilatos ¿Desastre? Que va… Ahí estaba la señora de la primera fila para cogerle al cura el papel y decirle por donde iba, quizá con la intención de que empezáramos de una vez. Que es lo que hicimos, no sin antes acudir a la llamada del cura para quitar el mantel de la mesa de altar y dejarlo dobladito en la sacristía. O sea, más revoloteo de los presentes por el pequeño recinto.

     Empieza la ceremonia, se reproducen los mismos problemas que en el ensayo, pero se solventan con la experiencia que el ensayo nos ha proporcionado y sin obedecer a la indicación del cura que quiere que cuando toca decir como pueblo judío: ¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo! lo hagamos con ira y energía, cosa que a este pueblo presente no le apetece nada y lo dice de forma desmayada y como disimulando, pues eso de hacer el papel de malo en la película no le gusta a nadie. Mal que bien termina la representación de la Pasión y todos intentamos volver a nuestro habitual y pasivo papel de fieles, cosa que no es posible esta tarde de viernes entre los muros de lo que fue un antiguo morabito, ya que el cura sigue errático, preguntándonos unas veces y, otras, explicándonos lo que va a hacer a continuación y, sobre todo, amenazando a cada momento con caerse del escalón del altar, lo que levanta un clamor unánime de ¡cuidado! entre los fieles y el auxilio presuroso del matrimonio ayudante.           

     Sigue la ceremonia un poco más tranquila, se leen las múltiples peticiones y por fin llega el momento de comulgar con las formas que se consagraron el día anterior y ahí llega de nuevo el revuelo de fieles de un lado para otro puesto que hay que volver a colocar el mantel en el altar, que no queda a gusto de una chica de la segunda fila, que sube a colocarlo mejor y no para hasta que no hay un milímetro más por un lado que por el otro. Olvidaba decir que antes de eso había sido la adoración de la cruz, cosa que tiene también sus problemas porque el crucifijo lleva una tela morada sobre él, que hay que ir destapando poco a poco, primero la cabeza,  luego lo de un brazo y luego lo del otro, acompañado de genuflexiones de todos, un poco interrumpidas porque la tela se niega a dejarse quitar por el cura con una sola mano y alguien tiene que echarle la otra, lo que a estas alturas de la ceremonia ya es coser y cantar. Tras esto, pasamos a besar el crucifijo y después se coloca en el suelo apoyado en la mesa de altar, pero resulta que no se sostiene y la cruz amenaza con caerse, con nuevo ir y venir de fieles, que intentan conseguir que se sostenga para terminar dejándolo simplemente sobre las históricas losetas del santo suelo. Termina todo pidiendo al más alto de la concurrencia que cuelgue el crucifijo en su lugar, ya que ni el cura, ni el ayudante, ni la señora del ayudante,  ni la de la primera fila, ni la chica arreglamanteles logran llegar a la alcayata. Comulgamos todos y damos por terminada una celebración de la muerte del Señor distendida, amable y hasta divertida. Y tierna, muy tierna,  por ese cura anciano sin medios físicos, pero con una buena voluntad y un deseo irrefrenable de que todos viviéramos el sentido de aquella ceremonia, que quizá en otras iglesias se estaba celebrando de forma más ordenada y eficiente, pero seguro que más rutinaria y sin tanta participación.

    

15/4/14

La casa




     Hoy he pasado por mi antigua casa y he encontrado su puerta tapiada con bloques de hormigón. La noble puerta de madera tallada, que ya maltrataron los nuevos dueños con una oscura capa de pintura, ha desaparecido sustituida por el gris y frío cemento, sin el menor resquicio para adivinar lo que hay al otro lado. Y el impacto es duro, tan duro como ese hormigón que me separa definitivamente de mi pasado.

La casa ya es otra casa, 
el árbol ya no es aquel. 
Han volteao hasta el recuerdo, 
entonces, ¿a qué volver?


9/4/14

José Guijarro Oliveras




     Había sido discípulo del doctor Marañón y se le notaba. Tenía su misma formación humanista y su misma forma humana de tratar a los enfermos. Enseñó Historia de la Medicina en la Facultad de Granada, primero como profesor ayudante y luego como profesor adjunto, hasta que en 1971 cedió generosamente su puesto a su sucesor, al que contestaba así en una carta entrañable:

Te agradezco muy de corazón tu cariñosa carta de agradecimiento y felicitación, al dejar la adjuntía y nombrarme profesor honorario. De veras, me ha emocionado, y puedes tener la seguridad que la dureza de la renuncia (somos humanos y 14 años de Historia en condiciones bien precarias, pesan a la hora de dejarlo) se ha visto endulzada por ser tú la persona encargada de sucederme.

     Porque José Guijarro -Pepe Guijarro para los amigos- era así: generoso, desprendido. En la sala de espera de su consulta siempre se veían personas que se adivinaba que no podrían pagarle… pero allí estaban, y no una vez sino muchas, siempre que lo necesitaban. Como endocrinólogo puso “tiposas” a las mujeres de media Granada, que llenaron su consulta durante muchos años, y también ejerció en un ambulatorio de la Seguridad Social, pero a él no le iban aquellas prisas de los cinco minutos por paciente y siempre estaba protestando, a pesar de lo cual se jubiló lo más tarde posible y siguió en su consulta privada, de la que no faltaba ni un día. Yo lo recuerdo operándose de una hernia en viernes para así poder estar el lunes –cojeando- con sus pacientes, a los que siempre recibía de pie y acompañaba a la puerta al terminar. También recuerdo ver la luz en su despacho muchas horas después de haber terminado la consulta, pues se quedaba a estudiar, leer y repensar los casos que estaba tratando.
  
     Era un médico de los que no les importa que los consulten en el bar, en un velatorio o en mitad de la calle y siempre contestaba, unas veces en serio, otras con su sentido del humor de granaíno antiguo y un puntito de malafollá también muy nuestra.

-Pepe, ¿qué hago con este catarro?

-Eso se quita con barretas (dulce típico del Corpus, al principio de verano)

-Pepe, me pica la garganta y me rompo tosiendo. Me lo alivio con agua helada, ¿es un disparate?

-Pues no. El agua helada te anestesia la garganta y al “bicho” que te lo provoca le da igual el frío que el calor.
   
Y en la consulta me dijo más de una vez al quejarme de que me dolía la espalda:

-Te haría una radiografía de columna, pero ¿para qué te voy a meter radiaciones en el cuerpo si se lo que voy a ver? La tendrás llena de picos y con alguna hernia de disco que otra…

     Ya en su vejez pasó por el dolor de que muriera su hija menor en plena juventud de una leucemia diagnosticada por él mismo y, a partir de entonces, ya nunca fue lo que era. Tenía su foto sobre la mesa y me contaba una y otra vez con los ojos húmedos cómo fue aquello, cómo él intentó que muriera tranquila en su casa sin recursos extremos, pero sus hijos  “meícos”, como él los llamaba, se empeñaron en un trasplante de médula en Madrid  que no sirvió para nada.

     Cuando me anunció su jubilación, que yo ya sabía, le dije: ¿Y eso por qué? Y me contestó como disculpándose: Voy a cumplir 82 años y da vergüenza estar aquí. Todos sabíamos que el día que dejara su consulta moriría y así fue, poco después lo despedimos en una mañana de sol radiante y José Guijarro -Pepe Guijarro para los amigos- pasó a la historia de la Medicina en Granada, donde siempre se le recordará como uno de los mejores médicos que ha tenido.

2/4/14

Tres, dos, uno... grabando.




     Siguiendo con los recuerdos de una época en la que nos estamos moviendo desde la muerte de Suárez, he recordado que, por entonces,  yo usaba esa grabadora de ahí arriba para las conferencias y otros menesteres que no vienen al caso. Y allí iba yo a todas partes con un chisme que pesaba como un muerto debido a sus cinco pilas LR14 de 1,5 v, pero que lo grababa todo y en cualquier circunstancia. Grababa desde dentro del bolso, debajo de la mesa, tras una cortina, en la habitación de al lado… Cualquier sonido que captara mi oído lo recogía la grabadora que, según me dijeron en el servicio técnico de su marca, tenía “el mejor micrófono que han fabricado y fabricarán”.

     ¿A que viene esto? Pues viene a que últimamente vengo pensando que debería buscar algo parecido, pero en pequeño y disimulable formato, para llevarlo a los bancos, concretamente al despacho de sus directores, pues no he visto mayor diferencia entre lo que dicen y lo que luego hacen, por lo que quizá sería conveniente recordárselo con una prueba fehaciente y sonora.