27/2/17

La circunstancia





     Hace ya algún tiempo y en el trascurso de una conversación, una persona amiga me formuló con resentimiento esta pregunta: ¿Qué me ha dado a mí España?  Y a mí, a bote pronto, lo que me vino a la memoria fue la célebre frase de Kennedy: No preguntes lo que tu país puede hacer por ti; pregunta lo que tú puedes hacer por tu país.

     Sin embargo, desde entonces le he dado muchas vueltas al asunto y he pensado que esta persona si, por ejemplo, hubiera nacido en Noruega, no tendría la piel tostada por el sol porque lo vería escasamente, pensaría en otro idioma y lo hablaría con otro acento, no tendría sus raíces hundidas en una cultura andalusí ni consideraría a Boabdil su último rey. O sea, que sería alguien totalmente distinto. ¿Puede decir, entonces, que no ha recibido nada del país donde nació?

     Lo que nos lleva a dos cosas muy dispares, a lo del hombre y su circunstancia de Ortega y a aquella canción de Chenoa Soy lo que me das. Yo he pensado siempre que algo traemos “de fábrica”, pero que en gran parte somos lo que nos hacen los demás, lo que nos va aportando a lo largo de nuestra vida el país y el lugar donde nacemos, la familia en la que crecemos, las personas que nos rodean y que nos dan su amor... o su odio. Somos todo eso y, sin eso, no seríamos lo que somos.

19/2/17

Aprendiendo a querer






     Cuando era muy niña, mis padres me llevaban a visitar a los abuelos, tíos abuelos y demás parientes mayores. Unas veces eran visitas espontáneas, de volver de la calle y “vamos a pasar a ver al abuelo”, pero otras eran establecidas, como los domingos por la mañana al tío de mi padre que le prestó dinero para comprar la casa y, si yo me resistía por algún motivo, ya sabía la lección: "Debes ir porque gracias a él tienes casa donde vivir".

     No sabía yo entonces que, con estas visitas, mis padres me estaban enseñando a querer, me estaban inculcando no solo el respeto hacia mis mayores, sino también y -esto es mucho más importante- me estaban abriendo a los demás, sacándome de mi pequeña familia para abrirme a un mundo mayor de afectos, pues cuando fui creciendo ya lo hacía por mí misma, ya era yo la que pasaba por casa de mi abuelo y subía a estar un rato con él. Porque sí, sin obligación, solo porque era mi abuelo y yo lo quería. O la que me escapaba en una corrida a ver al primo de mi padre, en silla de ruedas por la polio, y estaba con él hasta que mi madre llegaba alarmada de que no me encontraba. Y también porque sí, porque lo quería y puse lazos negros en mis trenzas cuando murió. Los quería, mis padres me habían enseñado a quererlos.

     Ahora ha pasado el tiempo, todos los mayores de mi familia ya no están y soy yo la que necesitaría de esas visitas, pero las generaciones que han venido ya no visitan a los viejos, sus padres no los enseñaron a visitarlos. Sus padres no los han enseñado a querer.

9/2/17

La casa vacía






     Con motivo de la Navidad, hablé despacio con una amiga que hace algo más de un año emigró hacia una residencia y me contó que uno de los motivos de estar allí fue porque en su piso ya no se sentía segura al estarse quedando el edificio deshabitado. Una situación que parece extraña tratándose de un edificio relativamente moderno y en buenas condiciones, pero que os explico.

     Esa casa tendrá algo menos de cuarenta años, está en buen sitio, bien orientada, calle más amplia que las cercanas, buena construcción y pisos grandes para lo que se construye ahora, pero por casualidad o por las condiciones de pago que hubo, cuando se estrenó no lo ocuparon parejas jóvenes con niños o en disposición de tenerlos, sino matrimonios de mediana edad con los hijos ya crecidos, que poco a poco se fueron yendo y quedando los padres solos, ancianos y yéndose también… pero de otra forma. Y el caso es que, en este momento, casi todos los pisos están cerrados o en venta y solo quedan dos o tres pisos ocupados por ancianos solos con sus cuidadoras y con hijos que, como mucho, las sustituyen el fin de semana, para desaparecer el domingo por la noche.

     Todo muy normal, ley de vida, como dicen. Pero lo que me resulta extraño es que ninguno de esos pisos lo haya ocupado alguno de sus herederos, pues como decía al principio, son pisos buenos, bien situados, casi de lujo se podría decir. Me parece extraño que no haya habido una renovación de generaciones y que la casa se haya vuelto a llenar de niños y jóvenes. ¿No os parece triste la situación? Pues por lo que vengo enterándome, no es un caso único. Cerca de mí hay un edificio al que llaman “la casa de las viudas” porque todos los hombres han ido desfilando, quedando ellas solas y con los hijos empezando a volar por su cuenta. O sea, que no tardará mucho en  encontrarse en situación parecida, pues alguna de las viudas ya ha muerto también y su piso permanece cerrado desde hace tiempo.