26/4/15

In memoriam


Basílica de Nuestra Señora de las Angustias 
     Cuando nos faltan los padres, lo mejor que nos pueden dejar es un buen recuerdo. Y no solo como padres, de cómo eran para nosotros, sino también de la clase de personas que fueron de puertas afuera. Ese es el mayor legado que tenemos de ellos, el mayor consuelo después de haberlos perdido. Por eso, siempre he compadecido a aquellas personas que tienen que soportar la carga de un mal recuerdo de sus padres y pienso que quizá eso condiciona toda su vida y lo que ellas mismas son.
     Conozco a una señora que creció como hija de un héroe, para enterarse luego de que fue un asesino y ver su nombre en todo tipo de publicaciones como lo que realmente había sido. Tengo una amiga que, al morir su padre, nos confesó que lo odiaba porque de niña la maltrató a ella y a su madre. He oído a otra hablar de su padre como “el marido de mi madre” con tal de no pronunciar siquiera esa palabra y también se de alguien que ocultó durante toda su vida que su padre se suicidó por haber gastado su fortuna en el juego, dejando a su familia en la indigencia. Menos corriente es que alguien tenga un mal recuerdo de su madre, pero también ocurre, como aquel amigo que, ya adulto, se tuvo que enterar de que su madre no murió cuando él era niño como le contaron, sino que lo había abandonado.
     Son historias que he ido conociendo y viviendo, historias que me han dejado un poso de amargura y una gran compasión por quienes las han tenido que vivir en su propia piel. Y un agradecimiento inmenso por haber podido conservar de mis padres un recuerdo dulce y limpio, el recuerdo de dos personas buenas y honradas, que pasaron por la vida haciendo el bien. Y que tal día como hoy, hace 80 años, unieron sus vidas para siempre en esa iglesia de ahí arriba. 

19/4/15

Salvadores de la Humanidad






     Allá por los finales del franquismo y principio de la transición, en una época apasionante en la que los acontecimientos se sucedían vertiginosamente, yo viví también al ritmo que marcaba el momento. Estaba la lucha política y cien asociaciones, comunidades de base y grupos, que se encadenaban unos a otros ocupando mis tardes y hasta mis noches sin dejar ni un minuto libre. Pero yo me sentía haciendo un gran servicio a la sociedad, me sentía poco menos que la salvadora de la patria, hasta que un día ocurrió algo que me hizo replantearme las cosas y preguntarme qué estaba haciendo con mi vida.

     Una tarde, que salía de una reunión a las ocho y tenía que estar a las ocho menos cinco en otra, en la que no podían empezar sin mí porque llevaba unos papeles que eran necesarios, cruzaba Puerta Real a todo correr cuando me encontré con una conocida que me paró y empezó a contarme lo mal que se sentía y lo desesperada que estaba. Agobiada por mi prisa, la interrumpí diciéndole que por la noche la llamaría y podríamos hablar  con más tranquilidad de sus problemas y salí corriendo, dejándola con la palabra en la boca y gesto angustiado. Cuando volví a mi casa, efectivamente, la llamé, pero no me respondió al teléfono, repetí un rato después y tampoco, por lo que me dio por pensar que dado lo desesperada que decía que estaba podría haber hecho algún disparate al ver que nadie le prestaba atención. Ya os podéis imaginar la noche que pasé pensando que yo tendría parte de culpa si a aquella mujer le había ocurrido algo y decidí que mi vida no podía seguir así, que el ritmo en el que había entrado era excesivo y, sobre todo,  pensé que por servir a la sociedad estaba abandonando a las personas. Así que disminuí la actividad, fui dejando cosas y me di cuenta de que todas podían funcionar sin mí, que no era tan necesaria como creía, que la sociedad y el mundo podían pasarse perfectamente sin que yo impulsara su marcha.
      

12/4/15

Los años, de nuevo.






     Hace unos meses,  tuve que acompañar a una amiga a un organismo público a hacer una gestión que a ella le resultaba difícil y, nada más llegar, nos dijeron en Información que solo atendían con cita previa, dándonos un folleto con las instrucciones para pedirla y los modos de hacerlo.

     Hasta ahí, todo normal, pues es el procedimiento habitual con cualquier persona. Pero lo que siguió no es tan normal, ya que el informador nos dio bien subrayada con rotulador la opción de pedirla por teléfono, añadiendo que, si “teníamos a alguien que nos lo hiciera”, también se podía pedir por Internet. Yo me sonreí y me pareció innecesario aclararle que yo podía pedirla por Internet, que, aunque tenga el pelo blanco, se lo que es un ordenador y me manejo medianamente con él. Y debería haberlo hecho, pues quizá así nos hubiera indicado los chismes que hay en el local para pedir esa cita y, en una oficina con poca gente, nos lo hubieran resuelto sobre la marcha y sin tener que volver otro día.

     ¿Qué quiero decir con esto? Pues que te clasifican según tu aspecto, te encasillan en unas circunstancias predeterminadas por ellos mismos y, con ello, te restan posibilidades, te discriminan claramente.

5/4/15

Anástasis



     Cuando yo era niña, el Viernes Santo era día de luto total. Cerraban los cines, que habían estado toda la semana con películas “de romanos”, cerraban los bares y hasta creo recordar que se cortaba el tráfico en el centro de la ciudad. Todo era silencio incluso en las casas, pues la radio emitía solo música clásica, a poder ser de réquiem, y a los niños nos prohibían cantar y gritar porque “el Señor está muerto”. O sea, que no quedaba otra que almorzar temprano –de vigilia- y salir con el bocado en la boca cuesta arriba camino del Realejo, para presenciar en el Campo del Príncipe la oración solemne a las tres de la tarde que conmemora la muerte de Jesús, con la campana de San Cecilio dando la hora despaciosamente y las rodillas sobre la tierra de un lugar todavía no urbanizado como ahora.

     Ha pasado el tiempo y, el Viernes Santo, el que no se va a la playa se va de tapas, los bares están llenos, los cines con su programación normal, las calles un puro bullicio de turistas e indígenas  y, aunque las procesiones van y vienen con imágenes ensangrentadas, la vida de todos, incluso la de los creyentes, prosigue al margen de eso. Es cierto que muchos fuimos por la mañana a visitar al Santísimo en el Monumento de alguna iglesia, pero también allí se mezclaban los turistas con su cámara, los cofrades que quieren ver sus pasos montados antes de procesionar por la tarde y el que pasa por la puerta de una iglesia que suele estar cerrada a esa hora y entra a ver que hay allí. 

     O sea, todo distinto y vivido de otra forma. Pero nada tan trastocado  como lo que ha introducido en nuestras vidas esta duplicidad que nos proporciona el mundo virtual, pues yo este Viernes Santo, a la hora en que antaño sonaba triste la campana de San Cecilio en el Campo del Príncipe, estuve fabricando un mini-vídeo lleno de flores y aleluyas, para felicitar a los amigos el Domingo de Resurrección. 

     Que es lo que ahora, sin anticipos y en su momento justo, hago con todos los que asoméis por aquí.

¡Feliz Pascua! ¡Aleluya!