25/6/19

¡Ya!



Captura de un vídeo publicado en IDEAL de Granada

      Tras veinte años desde que se proyectó, doce y pico de obras, cuatro sin conexión ferroviaria, más de año y medio de pruebas… y siete ministros de Fomento, que nos tomaron el pelo durante todo ese tiempo, hoy ha llegado el AVE a Granada. La ciudad, por cierto, con el monumento más visitado de España.

      Solo una sombra en tan glorioso día: Para ir a Madrid o venir de allí, hay que pasar por Málaga. Lo que demuestra que esos siete ministros y los otros tantos presidentes de gobierno, no saben que la línea recta es la más corta entre dos puntos.

20/6/19

Cruces (De cruzar)






      Avanzo -por mi derecha- en una acera tan estrecha que se cruzan dos personas con dificultad. En sentido contrario –y por su izquierda- se me acerca una señora no muy joven, pero lo bastante como para ser mi hija. Al llegar a mi altura, me arrimo todo lo que puedo a la pared (recordad: mi derecha) para evitar que tenga que bajarse a la calzada, pero ella hace lo mismo (recordad: su izquierda) intentando que la que se baje sea yo. Me detengo, la miro a la cara y le sonrío, como diciendo: ¿Y tú de que vas? Ella baja los ojos, pasa por donde tenía que haber pasado desde el principio y se va sin decir nada. 

      Prueba superada. Hasta la próxima.
  

10/6/19

Imagen y sonido




      Tengo una amiga, más joven que yo, que nunca lee prensa, ni en papel, ni digital, ya que no tiene ordenador ni tampoco ningún dispositivo con Internet. Por tanto, la información le llega solo de la televisión y la radio.
      Bueno, pues el otro día me sorprendió con una pregunta, en cierto modo, divertida. Resulta que, cuando hablan de los “barones” de los partidos, ella pensaba que era con V, o sea, varones, los hombres de ese partido. Y, claro, hay ciertas cosas que no le cuadran bajo esa perspectiva.
      Esto parece un chiste, pero no lo es. Es la consecuencia de una sociedad mutilada, en la que muchas personas están prescindiendo de la palabra escrita, sobre todo en lo relacionado con la información. Si esto ocurre con las personas mayores, que vienen de una tradición de lo escrito, no quiero ni pensar en lo que va a pasar con los niños y los jóvenes. ¿Serán capaces de leer o escribir algo más que los 280 caracteres de una red social?

1/6/19

La pobre María




      Se llamaba María Izquierdo y mis recuerdos más antiguos de ella son los de una anciana de carácter no muy agradable, que visitaba con frecuencia mi casa y que yo rehuía besar porque me dejaba la cara llena de saliva y tenía un lunar con pelos que me pinchaban. Pero mi padre decía: “Tienes que besarla porque la pobre María está muy sola y te quiere como a una nieta”. Y yo aguantaba estoica sus besuqueos para luego escapar al baño a lavarme la cara. María era soltera, sin familia, y había sido modista o bordadora de cierto prestigio, lo que le había permitido comprar la casa en la que vivía y, en ese momento, ya jubilada, vivir de ella, puesto que tenía alquilado el bajo a un matrimonio con el que se llevaba fatal. No se –o no recuerdo- de donde le venía a mi padre esa amistad tan despareja, una mujer anciana con un hombre que no llegaría entonces a los 40 años y que no era pariente suyo ni de lejos, pero el caso es que esa mujer estaba en nuestras vidas desde siempre, desde mi siempre, al menos.

      Como digo, nos visitaba con frecuencia, unas veces a contarnos sus problemas con los inquilinos y otras a consultar con mi padre sus papeles del banco, sus recibos, etc. Pero lo malo era que siempre llegaba a la hora de almorzar y, según ella, ya comida, por lo que ni quería comer con nosotros ni tampoco podíamos ponernos a comer estando ella sentada a la mesa. Y así recuerdo a mi padre mirando el reloj porque se quedaba sin la cabezada de después de almorzar y a mi madre asomándose a la cocina para comprobar que el arroz se estaba pasando. Recuerdo también como mi padre decía algunas veces: “Volveré más tarde porque tengo que pasar por casa de María”. Y también como, cuando hacía mal tiempo o estaba enferma, nos llegaba su emisario, el hijo de un vecino, al que daría una propina por avisar a mi padre de que lo necesitaba “con urgencia”. Luego mi padre volvía malhumorado porque lo había llamado para una tontería, pero se consolaba diciendo: "La pobre María solo quería ver una cara amiga"…

      Pasó el tiempo, María siguió envejeciendo y, aprovechando que el inquilino había dejado el bajo, vendió la casa a cambio de una renta vitalicia y se fue a una residencia. Mi madre respiró aliviada porque se terminaban las visitas intempestivas y el arroz pasado. Mi padre creo que también, ya que se veía libre de algunas responsabilidades, aunque la residencia le quedara más lejos para sus visitas y estas sujetas a horarios. Y yo me quedé prácticamente igual, ya que había que visitarla allí y llevarle pasteles los domingos, para que "la pobre María no se sienta tan sola entre gente extraña”. Pero para entonces, yo era ya lo suficientemente mayor como para pensar en lo triste que habría sido dejar su casa y saber que había un señor deseando que muriera para quedarse con ella por el menor precio posible. Y empecé a mirarla de otra forma.

      Un día, llamaron a mi padre de la residencia comunicando que había muerto y su entierro no lo recuerdo porque seguramente no me llevaron. Pero lo que sí recuerdo es que, días después, nos llegó por correo un sobre con la dirección profusamente escrita a mano por ella y que contenía todo lo que tenía nuestro: Fotos, principalmente mías, un recordatorio de mi primera comunión, alguna esquela familiar recortada del periódico… Con esto venía una tarjeta de visita en la que se lee con dificultad su deseo de devolvernos lo que sabía no se iba a poder llevar al otro mundo y no quería que “rodara”. Es decir, que sabiendo su muerte cercana, había dispuesto sobre y sello con el encargo en la residencia de que lo echaran al buzón cuando ya no estuviera. Y entonces la lloré. Me llegó al alma aquel cuidado por preservar lo relacionado con nosotros y la lloré como la nieta adoptiva que en su imaginación yo era. Mentiría si dijera que la quería, pero conservo bien guardado el pañuelo de mi primera comunión, que ella bordó con mis iniciales, y la tarjeta con su despedida.  

      Ahora, cuando, por mi edad y circunstancias, me estoy pareciendo mucho a ella, pienso en la suerte que tuvo de ser la pobre María para una familia que, sin hacer grandes cosas por ella, incluso sin sentir demasiado cariño, supo paliar su soledad y suavizar los duros años de su vejez.