empezamos a andar lado con lado.
Hoy he metido tu nombre en Google y no ha salido nada a pesar de que, por tu profesión, deberías estar en alguna parte. Pero es posible que ya no estés en ninguna, quizá desde hace mucho tiempo sin que yo me haya enterado. Y “he vuelto la mirada atrás, al tiempo que pasó para recordarte”, a aquellos años en los que todo estaba nuevo, comenzando.
Le llamábamos salir y era solo eso. Dar un paseo, ir al cine o sentarnos en un bar. Pero solos. Y era el primer paso serio que podía terminar en un noviazgo y hasta en boda. Antes de eso había un largo periodo de acompañamientos, de encuentros más o menos casuales, quizá de salidas en grupo, hasta que un día te decía: ¿Quieres salir conmigo el sábado? Y tú, generosamente y como quien tiene la sartén por el mango, accedías y fijabas la hora y el sitio de la cita. Por lo general él ya conocía tu casa de haberte acompañado alguna vez, así que lo mejor era que te recogiera en la puerta y de esta forma las vecinas podrían seguir murmurando sobre tu mayor o menor éxito con “los hombres”. Que de hombres tenían todavía poco, pero démoslo por válido.
Esta podía ser la primera cita y la última si las cosas no marchaban bien, si no había sintonía o si alguno de los dos comprobaba que no le gustaba el otro. Él no volvía a llamar o tú ponías un pretexto para no volver a salir. Pero también podía venir una segunda cita y una tercera, ir intimando, hasta que un día él “se declaraba” y ya tenías novio formal. Ya podías ir cogida de su mano o con su brazo a modo de bufanda, ya le podías permitir algún que otro beso o meterte mano en las últimas filas del cine.
Tú no te declaraste realmente, más bien lo provoqué yo cuando aquella noche insinuaste un bostezo y te dije que mejor dejábamos de salir porque te aburrías conmigo. Pero juraste y perjuraste que era todo lo contrario, que estabas enamorado de mí y querías que fuéramos novios. Quisiste besarme, yo dije que era pronto aun y me llevaste a casa. Al sentarme a cenar con mis padres tenía mariposas en el estómago y no me pasaba la cena y, al comentarlo mi madre, yo dije: es que no todos los días se le declaran a una. Mi madre me dio con el pie por debajo de la mesa, mi padre se hizo el loco y yo me fui a mi cuarto a disfrutar a solas de mi nueva situación.
Yo tenía 17 años, tú 20, hace mucho tiempo de eso y ni siquiera se si estás muerto.
Nota al margen. Perdóname, L. Ya se que fue un 23 de abril, pero el Día del Libro siempre te ha restado protagonismo.