26/7/21

Cría cuervos...

 


      Hace muchos años, lo menos diez o quince, ocurrió algo en una familia conocida, que he recordado pocas veces por lo triste y desagradable que me resulta. Pero el otro día pasé por la casa en la que vivían y me acordé. Y desde entonces, y en contra de mi deseo, me viene a la memoria con frecuencia.

      Era un matrimonio con tres hijos, los tres se casaron y alguno de ellos se fue a vivir fuera. Los padres quedaron solos y, pasado un tiempo, me enteré de que la madre sufría Alzheimer y la habían llevado a una residencia, a la que el padre no se quiso ir porque estaba relativamente bien y siguió viviendo en su casa con la ayuda de una empleada de hogar, que iba por las mañanas de lunes a viernes, le limpiaba el piso, le hacía la compra y le dejaba hecha la comida.

      Un verano, en pleno mes de agosto, una señora del edificio de enfrente, al otro lado de la calle, salió temprano el sábado a su terraza para regar las macetas y se fijó en que, en la casa de enfrente, por debajo del toldo se veían los pies de una persona tendida en el suelo. Como no sabía quien vivía allí, pensó que alguien había tenido calor y se había salido a dormir en la terraza esa noche, así que no le dio importancia y no volvió a asomarse en todo el día a una terraza donde estaba dando el sol. Pero a la mañana siguiente, ya domingo, salió de nuevo a las macetas, miró enfrente… y allí estaban de nuevo los pies bajo el toldo, sin recordar si en la misma postura o distinta. Empezó a preocuparse, miró varias veces a lo largo de la mañana y comprobó que no se movían, que siempre estaban igual, por lo que ya se asustó y fue a aquella casa a llamar a los porteros automáticos para avisar a los vecinos de lo que estaba pasando. Pero llamó a un piso, a otro, a otro… y nadie le contestaba. Agosto, fin de semana, la casa vacía. Por fin un chico joven le contestó, le dijo que en ese piso vivía un señor mayor que tenía hijos, pero que él no sabía su nombre, ni su teléfono, ni donde vivían, así que la vecina se decidió a llamar al 112, llegó la policía y los bomberos, entraron en el piso y se encontraron lo que ya podemos imaginar.

      Ni la persona que me contó esto ni yo llegamos a saber el resultado de la autopsia que seguramente le hicieron, no supimos si había muerto el mismo viernes por la noche o si estuvo agonizando hasta el domingo. Ella solo supo que una hija del difunto les dijo a los vecinos que había llamado a su padre desde la playa no recordaba que día ni a que hora, que no le contestó y pensó que había salido a comprar algo. O… a ver… si era domingo sería a misa, pero desde luego que ella lo llamó, faltaría más. No sabía cuando, pero lo llamó, porque era su padre y lo quería muchísimo.

      Tenía tres hijos, trabajó mucho para pagarles estudios y que tuvieran un buen porvenir, pero murió solo en su terraza mientras ellos disfrutaban de la playa o viajaban al extranjero, sin acordarse ni remotamente de que, en una ciudad de calor sofocante, en un edificio vacío, un viejo que, casualmente, era su padre, estaba solo en su casa todo el fin de semana. Del viernes a mediodía, al lunes por la mañana. Solo para vivir y solo para morir. 

(Tengo que advertir que la foto no corresponde a esa casa que menciono)

 

19/7/21

Nunca es suficiente


      Ya sabéis que brujuleo de vez en cuando por YouTube y encuentro cosas que me gustan o que me llaman la atención. Me refiero a canciones que no conozco o que conocí y he olvidado, canciones antiguas en versiones modernas, como esa Veinte años que ya oímos, o canciones recientes que aquí no nos llegan por otros caminos, porque no es la música que aquí suele oírse. Y una de esas canciones es la que me he tropezado recientemente y que me ha llamado la atención por dos motivos.

      El primero es que se trata de una canción pachanguera, pero muy digna, está bien construida, hasta la letra tiene su aquel, y me gusta por su alegría, por sus trompetas, por ese calor que los americanos le imprimen a su música, por esos pasos de cumbia tan bien dados por una cantante de la que no se esperaba eso. La canción desprende autenticidad, espontaneidad, sangre caliente que corre por unas venas y se convierte en música.

      Pero es que también me llama la atención algo que quizá en otro momento me hubiera pasado desapercibido: el gentío, la muchedumbre. Los cientos, miles de personas tal vez, escuchando, bailando, disfrutando. La vista se pierde y se sigue adivinando personas en movimiento.

      Nunca he estado en un concierto de este tipo, en mis tiempos eso no existía. (Mejor digo cuando era joven, pues mis tiempos son todos hasta que me muera) Pero es que, además, no creo que me hubiera apetecido algo así. ¿Oír música de pie, con griterío, bailando, cantando, sin casi oír a quien canta en el escenario? Ni pensarlo. Diría que yo he pagado para tener un asiento y oír a un/a cantante, no al público. Y sin embargo ahora, cuando he visto este vídeo, he sentido como nostalgia y he rogado en mi interior porque algún día podamos ver de nuevo estos conciertos. Ver como van a ellos otras personas, no yo, por supuesto, pero que sean posibles.


 

      Hasta ahí escribí cuando descubrí la canción hace meses, pero resulta que, como no se entiende bien la letra porque la cantante aparta el micro para que se oiga al público, la busco ahora en Google y me encuentro con que esta canción no tiene nada de alegre, porque habla de una chica joven enamorada de un tipo que se la pega todas las noches jugando a enamorar, pero que lo quiere aunque le hace mal. De hecho, sigo buscando y el vídeo más antiguo que encuentro, que parece el “oficial” porque está en VEVO, es francamente triste y hasta insinúa maltrato físico.

      ¿Qué ha pasado? Pues que hay dos versiones de la canción, que Natalia Lafourcade la estrenó como triste, pero luego le metió ritmo de cumbia, trompetas, multitudes… y, como he leído en un comentario en YouTube, “una nos hace bailar y otra llorar”. ¿Bailar y llorar con la misma letra? Pues sí, ya que termina diciendo: Te perderás dentro de mis recuerdos por haberme hecho llorar. O sea,

A tomar viento, muchacho, y… ¡¡Cumbia pa mí!! 

10/7/21

Estoy harta



      Estoy harta de que me traten como a una vieja y no como a una persona que ha cumplido muchos años, pero que sigue siendo simplemente eso: una persona.

      En la caja del supermercado. Acerco la tarjeta para pagar y me dice el lector: Lectura correcta. Guardo la tarjeta y me dedico a terminar de colocar los artículos en el carro, pues esta tarjeta nunca pide el pin. Sin embargo, me advierte el cajero de que me lo está pidiendo, lo marco y, entonces, un señor de mediana edad, que espera su turno en la caja a bastante distancia, me dice entre paternalista y suficiente:

      -Tiene usted que tapar con la mano cuando marca el pin, pues lo puede ver cualquiera.

      Miro a mi espalda y solo veo una puerta que comunica con el aparcamiento, que es por lo que me gusta esta caja. Le digo:

      -No se quien lo va a ver, si no hay nadie.

      Insiste:

      -Yo mismo, desde aquí y por el movimiento de su mano he visto su clave.

      Yo, con paciencia, pero a punto de perderla:

      -Cambio la contraseña con frecuencia.

      Entonces, interviene también el chico de la caja:

      -Pero al salir de aquí le pueden dar un tirón del bolso y dejarle la cuenta vacía en un momento.

      Empiezo a irritarme:

      -La tarjeta ha venido en el bolso, pero volverá en otro sitio.

      De nuevo el señor de detrás:

      -Peor me lo pone. Pueden agredirla para sacársela del bolsillo.

      Y yo ya salto, saco la tarjeta y se la enseño a los dos:

      -¿Quién les ha dicho que la voy a llevar en el bolsillo? Pero miren, si quieren se la regalo, porque es de prepago y se ha quedado vacía con esta compra. Bueno… Quizá quede para un paquete de pipas.

      Y me voy con el carro y muchas, muchas ganas de asesinarlos.

 

3/7/21

El viaje de Pepe Vega

 

Parroquia de La Encarnación en Monachil (Granada)

Foto cedida amablemente por Landahlauts

      Como, a mi edad, las pérdidas se suceden y los amigos y conocidos se van uno detrás de otro, hace unos días nos ha dicho adiós un sacerdote al que no veía hace años, pero que en otra época traté bastante. Hoy veo su foto en el periódico, está en ella tal como yo lo recuerdo, en un obituario que le dedica un amigo y que cuenta como lo había visitado horas antes de morir y que, cuando se despedía, le dijo: No te vayas, que vamos a hacer un viaje. Creyó que deliraba, se despidió y se fue, y poco después le avisaron de que había expirado. Entonces supo a qué viaje se refería y cómo un hombre justo, en paz con Dios, con sus hermanos y consigo mismo, emprende serenamente ese viaje.