Hoy ha sido el día de la reflexión, ese que yo llamo nuestro día, cuando los políticos tienen ya que callarse y esperar, mordiéndose las uñas, a que nosotros, los ciudadanos, metamos su papeleta en la urna.
Y hablando de urnas, me he pasado el día pensando en las frustraciones que tuve en esta sencilla operación de votar.
Después de unos años de transición que se hicieron interminables, por fin llegó el momento, tan deseado, de elegir nuestras instituciones y nuestros representantes en ellas. Llegó la Democracia, llegó el voto y yo fui, ansiosa y llena de emoción, a meter por primera vez mi papeleta en una urna. Lo había visto en fotografías, en televisión y en el NO-DO, había visto como, en otros países, la gente entraba en unas cabinas y salía de ellas con su voto en la mano, se acercaba a la mesa y allí tenía lugar ese momento mágico en el que lo introducía en la urna, algunas veces con dificultad por el tamaño de la papeleta.
Y llegó el día y la hora. Con el DNI en una mano y el sobre en la otra, entregué mi DNI al presidente de la mesa, él leyó en voz alta mi nombre y yo me dispuse a meter mi voto en la urna. La mano me temblaba, toda yo temblaba de emoción... cuando el presidente de la mesa me arrebató el voto y lo introdujo en la urna. Él, no yo. Me enteré entonces que Spain is different hasta en eso, que aquí no nos estaba permitido ese gesto tan simple, que los españolitos éramos todos mancos de nacimiento a la hora de votar. Y así ha sido hasta hace pocos años en que terminó mi lucha para que me dejaran meter la papeleta.
Mi segunda frustración ha sido no formar parte de la mesa, no ser elegida nunca ni siquiera como vocal. Sólo en una ocasión me llegó el nombramiento de suplente de vocal, tuve que madrugar para estar a la hora indicada en el colegio electoral, pero la mesa se completó y yo volví a mi casa después de haber votado. No han vuelto a llamarme y ahora ya se que, por mi edad, estoy fuera de las listas.
Que ustedes voten bien mañana.