19/4/25

Sábado Santo

 

Captura de un vídeo en YouTube. Canal del Grupo S. Francisco

      Hace muchos años, tal día como hoy, víspera del Domingo de Resurrección, era el Sábado de Gloria y los cristianos de entonces no sabíamos muy bien por qué se le llamaba así y si estábamos celebrando algo o no había nada que celebrar hasta el día siguiente. Yo, de niña, pensaba que lo que celebrábamos era el haber terminado aquel triste Viernes Santo en el que cerraban cines y bares, los coches no circulaban por las calles, no se podía encender la radio y hasta, si hablábamos en voz alta, nos decían: Calla, calla, que el Señor está muerto

      Al día siguiente, la cosa se suavizaba, entraba en la normalidad, pero era como un día de espera hasta el domingo, en que nos compraban la campanita de barro blanco para celebrar la Resurrección, cosa que no duraba mucho, pues el badajo de aquellas campanas se caía al rato de sacudirlas y adiós tintineo. 

      Por lo que he leído y recordado, el Papa Pío XII, con su Reforma de la Liturgia, inició el intento de darle sentido a ese día que se quedaba ahí en medio sin un destino claro, pero se murió sin llevarlo a cabo y, como las cosas en la Iglesia van despacio, no fue hasta el Concilio Vaticano cuando ya nos aclaramos y empezamos a celebrar la Vigilia Pascual el sábado por la tarde/noche, con lo que el Sábado de Gloria pasó a mejor vida y ya fue Sábado Santo, uno de los días del Triduo Pascual. 

      Las únicas damnificadas fueron las que se llamaban Gloria, que se quedaron sin saber cuando celebrar su santo, pero como para entonces ya se celebraba más bien el cumpleaños, no tuvo mucha repercusión el cambio.

 

8/4/25

Aquella posguerra



       Mi abuela materna murió cuando yo tenía 10 años y, por tanto, fue antes de eso cuando mi madre me enviaba algunas tardes a su casa para que ella me diera la merienda: una esquina de pan de la que sacaba la miga, echaba aceite y azúcar en el hueco y volvía a colocar la miga, que se empapaba de aceite y azúcar. Una merienda gourmet que pocas niñas tenían y que yo tampoco podía disfrutar todos los días, solo en contadas ocasiones.

      Cualquier niño que lea lo anterior supongo que no entenderá nada o que pensará que aquella niña de los años cuarenta era tremendamente pobre. No sabrá que el panadero traía a mi casa un pan oscuro y con sospechosas briznas en su interior, que el aceite comprado con las cartillas de racionamiento era de oliva, pero también oscuro, ácido y dejando posos en la botella, y que la azúcar, adquirida de la misma forma, había que guardarla para endulzar el desayuno y no podía "malgastarse" en caprichos semejantes para que llegara a fin de mes. 

      Pero ¡oh suerte del destino! Mi abuelo era contable en una fábrica de harinas y eso le daba acceso a un saco de harina blanca, que cambiaba al panadero, previa discutida gestión, por una determinada cantidad de piezas de pan maravillosamente blanco. Pero es que también y de forma para mí desconocida, el aceite de casa de mis abuelos, aunque también escaso, era otro mucho mejor, de un color más claro y transparente, menos fuerte, menos picante. Una delicia al alcance de pocas personas.

      Curiosamente, aquel pan “negro” de entonces era el codiciado integral de ahora y aquel despreciado aceite es el AOVE con Denominación de Origen, que una marca denomina "Amarga y pica", las señas de identidad de la aceituna picual de nuestra comarca Los Montes. Y, curiosamente también, algunas veces traía el panadero unos bollos de pan de maíz, amarillos al estar el grano con cáscara, que a mí me gustaban más que el pan blanco de mi abuela. Y que no he vuelto a probar, ya que ahora el pan de maíz no es amarillo y sabe igual que el de trigo.