Esta noche es "jalogüin" y los niños juegan a tener miedo de las cosas que no les dan miedo, dejando a un lado las cosas que realmente les asustan.
Yo no fui una niña miedosa y si algún miedo tenía, mi padre se encargaba de quitármelo por las bravas, obligándome a enfrentarme con él. Mis miedos nunca fueron a monstruos, fantasmas ni seres de ultratumba, sino que procedían de las novelas policíacas de mi madre, que leía a escondidas, y así, cuando de noche tenía que subir al piso de arriba y me encontraba con la oscuridad del recibidor al que no alcanzaba la luz de abajo, la imagen que acudía a mi cabeza no era la de un ser fantástico y maligno, sino la de un ladrón que estuviera robando y me atacara antes de encender la luz, para evitar que lo descubriera. Casi sentía su mano sobre la mía en el interruptor... Y al regreso, igual. Apagaba y bajaba las escaleras a todo correr por si el ladrón me impedía hacerlo. Hasta que mi padre se dio cuenta de aquello y, sin decirme nada, tomó medidas. Todas las noches, casualmente, necesitaba algo que había dejado en el dormitorio y me mandaba bajárselo. Yo me resistía, pero inútilmente, porque cuando mi padre ordenaba algo, había que hacerlo sí o sí y porque, en el fondo, me daba cuenta de que lo hacía para quitarme el miedo. Hasta que a fuerza de subir a por la cartera de mi padre, la pluma estilográfica, el pañuelo de la nariz o una nota con las tareas del día siguiente, aquel recibidor a oscuras se convirtió en una rutina y encendía la luz pensando en otra cosa, quizá acordándome de que yo también tenía que coger algo en mi dormitorio o aprovechar para hacer lo que se hace en el cuarto de baño. Y luego bajaba sin carreras, sin darme cuenta tampoco de que todo el piso de arriba quedaba a oscuras, sin imaginar ningún asesino escondido bajo una cama. Y entonces, mi padre dejó de olvidarse cosas en su mesita de noche, ni tampoco le dio frío y necesitó un jersey del armario. Objetivo cumplido.
Con la segunda pareja, llegamos al final de esta serie de cinco entradas. Una pareja un tanto despareja, que le hubiera servido a la Ministra de Igualdad para alguno de sus carteles y que está formada por Alejandra Mantiñán y Aoniken Quiroga.
La prestigiosa página Tangos al bardo, en 2012, decía de Alejandra Martiñán:
Para mí, Alejandra está entre las tres mejores bailarinas de tango de la actualidad. Ha actuado en varios continentes, con diversos compañeros y su performance es lujosa. Incluso es de las personas que han logrado elevar el nivel de la danza de tango a alturas impensadas. Es maestra nacional de danzas desde los 18 años, estudió clásico y contemporáneo, pero también fisiología, antes de dedicarse exclusivamente al tango desde hace más de 20 años.
Estos estudios de fisiología le han permitido crear un método de enseñanza del tango basado en la biomecánica, que la ha hecho célebre en todo el mundo. Es una bailarina que nunca quiso tener pareja fija ni en el baile ni en la enseñanza, pero que ha bailado a temporadas con Aoniken Quiroga y sus mejores elogios están destinados a él. En un documental sobre su método que se presentó el año pasado en el Festival de Cannes, habla de la relación entre ellos y dice:
Imagínate que antes mi compañero fue Gabriel Missé, el extremo opuesto a Aoniken en cuanto a físico y estilo. Yo fui jurado del Campeonato de Tango en ese año 2006 y en mi planilla había puesto primeros a Aoniken y su compañera. Pero el primer lugar fue para una pareja en la que la mujer estaba embarazada de siete meses… y es imposible ganar con esta clase de competencia. Bien, Aoniken era el mejor amigo de Gabriel Missé y una noche en la milonga La Viruta me avisa que quiere bailar conmigo. Espero, espero y nada. Me acerco y le digo, ‘gordo, ¿qué te pasa?’. Y así, finalmente, salimos a la pista. Fue tremendo. Se paró La Viruta: mientras bailábamos, las parejas se detenían para mirarnos y nos iban abriendo el espacio. Nosotros dos, en la estratósfera. ¿Viste que a veces uno se pasa la vida buscando su otra mitad? Así fue con él".
"Esa misma noche le dije: ‘en algún momento vamos a terminar trabajando juntos’. ‘¿Estás loca? -me contestó- ‘¿vos tan estética bailando conmigo?’. ‘Vas a ver’, le dije. Y así fue. Dos veces nos dejamos y dos veces volvimos. Cada uno puede tener otros compañeros de baile y que todo ande fenómeno, pero no somos completamente felices. Esa felicidad que te hace pensar, ‘que se caiga el mundo, que me muera mañana y no me importa nada’; eso, eso sólo ocurre cuando bailo con Aoniken”.
Y, al preguntarle si tuvieron alguna relación sentimental, contesta:
-Nooo. En primer lugar, él tiene 36 años y yo, 54. Es como un hijo para mí, sería casi incestuoso sólo pensarlo. Él me dice que soy su mejor amigo.
Hasta aquí lo que Alejandra dice de él, pero ahora los vemos bailando, que es lo suyo. Primeramente, en un tango de hace bastantes años.
Más un video muy curioso quizá de cuando empezaron a bailar juntos, con un Aoniken jovencísimo, y en Parque Patricios, todo un clásico de Canaro.
Terminamos aquí con esta serie, aunque podríamos seguir mucho tiempo más, porque el tango tiene muchas caras. Se podría hablar de otras parejas también muy buenas, de algunas que se lo montan con el canyengue hasta en Rusia o de otras ya muy veteranas, adoradas por su público también veterano. Parejas de hombre y mujer, como hemos visto, pero también parejas de dos hombres, que es lo que, al parecer, ocurría en un principio cuando estaba mal visto que bailara la mujer. Y de los vídeos que he visto de parejas masculinas, parece que los más conocidos son los hermanos Macana, que bailan bien, se lo toman a broma y se intercambian el “liderazgo” según les conviene.
Y, como broche de oro, parejas de dos mujeres, en donde volvemos a encontrarnos a Alejandra Martiñán, ahora de “líder”.
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Con un recuerdo nostálgico para Zifra, Tanguero Mayor del Reino (más bien República) con el que compartí tangos extraños y prehistóricos, bajados con el eMule en horas y horas de ordenador. Y con el que compartí algo mucho más importante e inolvidable.
El macasar (Chimonanthus fragans o praecox) es un arbusto procedente de China y Japón, que alcanza una altura de dos a tres metros y que tiene la peculiaridad de que, en pleno invierno, de sus ramas desnudas y leñosas brotan las flores. Unas flores pequeñas, pero con un olor intenso, penetrante y, a la vez, delicado. La historia de Granada está muy ligada a esta planta, que se menciona en poemas árabes. Actualmente es difícil verla, pues sólo se encuentra en algunos jardines antiguos y, sobre todo, en los cármenes y jardines privados. Aquellos que llamó Soto de Rojas “Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos”.