Allá por mi prehistoria, cuando tenía 14 o 15 años, se me metió entre ceja y ceja subir a la Alhambra sola, de noche y en invierno. No a la Alhambra en sí, que estaría cerrada a esas horas, sino al bosque por el que se pasa para llegar. Era algo así como una aventura, un desafío para mí misma y estuve pensándolo un tiempo hasta que encontré el momento adecuado. Dije en mi casa que me quedaba en el colegio hasta más tarde para preparar una función y a las 7:30, cuando salíamos, (atención al dato enseñantes y padres actuales), con mi uniforme negro de cuello blanco, mi abriguito negro encima, calcetines altos y zapatos “Gorila”, salgo corriendo hacía la Cuesta de Gomérez. Subo la cuesta, Puerta de las Granadas, paseo central, giro a la izquierda y me encuentro ante el Pilar de Carlos V. Allí me siento en el poyete y disfruto casi en completa oscuridad de haber conseguido mi objetivo. Pero hete aquí (entonces los libros decían eso, no os extrañéis) repito, hete aquí que aparece un guarda y se me queda mirando a la entrada del pilar, no se acerca, pero sigue sin quitarme ojo y, como la aventura había culminado satisfactoriamente, veo que ha llegado el momento de hacer mutis por el foro y me voy escapada cuesta abajo.
Aventurera que era una en aquellos tiempos. Aventurera y romántica, que el paseo tenía más de eso que de otra cosa.