Subo con cierta frecuencia al cementerio, unas veces sola y, otras, acompañada de un amigo. Precisamente con él fui hace unos días y, una vez visitadas las tumbas familiares y ya fuera del cementerio, nos acercamos al lugar donde hace dos años la Junta de Andalucía levantó un "Memorial" a las casi 4.000 personas que allí fueron asesinadas, desde los primeros días del levantamiento hasta 1956.
El sitio no me era desconocido, pues más de una vez he llegado hasta la cadena que corta el paso a la entrada y –cobarde- me he vuelto sin atreverme a pasarla. También he sabido de ese lugar a lo largo de toda mi vida. Supe lo que ocurrió ahí en cuanto tuve edad para entenderlo y luego fui sabiendo que en, ciertas fechas y de forma clandestina, había personas que se arriesgaban a poner flores en donde sus familiares fueron asesinados. He sabido también que, ya más recientemente, los que reclamaban una Ley de la Memoria, ponían una placa en la tapia, placa o cartel que el Ayuntamiento “pepero” se apresuraba a quitar en cuanto la veía.
Por fin, en 2007, se aprueba la Ley de la Memoria Histórica y en 2017 la Junta de Andalucía instala ese Monumento a la Memoria, que su autora, la arquitecta Carmen Moreno Álvarez, llama “Las rejas de la Memoria” y que es una simple verja de 43 metros, entre negra y rojiza según la luz, con los 4.000 nombres que se han podido confirmar gracias a la investigación llevada a cabo durante años por la Asociación Granadina para la Recuperación de la Memoria Histórica. Lo que no descarta que puedan ser más, ignorados, pero no olvidados.
El lugar donde está este Monumento a la Memoria podría ser idílico. En la colina de la Sabika, la de la Alhambra, con los olivos de la Dehesa del Generalife de fondo, con el sol tiñendo de rojo la verja… Pero no lo es si miras la tapia que aun conserva los agujeros de los proyectiles y sabes que la lluvia y el tiempo han borrado la sangre que en ella quedó, si miras la tierra que tragó aquella sangre, si, parodiando a Lorca, otro asesinado, piensas que
Voces de muerte sonaron
entre el Darro y el Genil.
En silencio mi amigo y yo, me separé de él y me quedé sola. A un lado la siniestra tapia, al otro la verja llena de nombres. Hice, entonces, lo único que podía hacer: rezar. No se si por ellos o a ellos. Y, mientras rezaba, pensé que, en la Biblia, el nombre es la persona y que aquellos nombres, aquellas personas, me estaban gritando: “¡Cuanto has tardado!… Toda la vida, toda tu vida, desde el principio hasta el fin”…
Sí. Cuanto. Cuanto hemos tardado todos.