Vengo de votar. Sí, ese gesto tan tonto y tan repetido últimamente de meter una papeleta –o dos- en una urna. Antes de irme, había sostenido una “conversación” por WhatsApp con un amigo del que me separa toda una generación, un amigo que no vivió la dictadura porque era un niño cuando murió Franco y que todo lo que sabe de ella es leído o contado. Sabe de vencedores y vencidos, conoce dolorosamente los crímenes que se cometieron, el horror que vivió la generación de sus padres, pero no conoce lo que vivimos los que protagonizamos, menos trágicamente, el fin de la dictadura y la transición, aquella transición larga que no se acababa nunca y que ahora tanto se pone en cuestión. Este es nuestro “guasapeo”:
Él -No te creas que tengo muchas ganas de votar
Yo -¿No?
-No va a servir pa ná
-Ves los pueblos estos
-Y sabes que nada va a cambiar.
-A o B
-B o A
-Yo sí tengo
-Si??
-Las primeras veces que voté me temblaba la mano
-Al dar la papeleta
-Habíamos soñado con eso
-Habíamos luchado
-Nos habíamos arriesgado
-Es una democracia de pantomima
-Al final nada cambia
-O
-Como decían por ahí
-Todo cambia para seguir igual.
-Tú no puedes verlo de la misma forma.
-No. No puedo.
Aquí se interrumpió la conversación por fallo en su cobertura y me fui a votar. Ya no me tiembla la mano, pero sigo siendo consciente cuando voto de que, a pesar de todo, estoy realizando algo importante, algo que no todas las personas que habitan este puñetero mundo pueden hacer.