Hace unos días, me saltó a la vista en el periódico la esquela de un señor cuyos apellidos me sonaban. Al principio no caía, pero poco a poco empecé a recordar algo que me ocurrió hace muchos, muchos años.
Empecé a salir con un chico que me gustaba. Era inteligente, culto, educado, atractivo físicamente… vamos, un mirlo blanco, el novio que toda madre desea para su hija y el novio que toda hija espera. En la segunda o tercera tarde que pasamos juntos, me cayó en la blusa una pequeña mancha que apenas se notaba, ya que estaba en un sitio poco visible. A la siguiente ocasión que nos vimos, nada más sentarnos en el bar, el futuro novio apartó mi chaqueta y buscó donde se había producido la mancha y, no viéndola, me dijo:
-Menos mal que has lavado la blusa, pues si llega a estar hoy la mancha no hubiera salido más contigo, ya que eso indicaría que eres descuidada.
A lo que yo le contesté:
-La que no sale más con alguien tan retorcido soy yo. Buenas tardes.
Me levanté y me fui.
Como a estas alturas de la historia habréis supuesto, el de la mancha y el de la esquela eran el mismo hombre y, en todo este tiempo, tantos y tantos años, solo lo había recordado una vez. Cuando leí el relato de Pardo Bazán, El encaje roto, y pensé: De buena me libré entonces.