En la sección de Cartas al Director del periódico IDEAL, se publicó hace ya unos días la de un señor que no conocía, pero que, al meterlo en el buscador, he visto que es autor de algunas publicaciones. La carta se titula El mundo desolado y la firma Manuel Fernández Olvera. Dice así:
La mayoría de nuestros padres (de los que son de mi edad), nacieron poco antes o durante la Gran Guerra, la que ocasionó varias docenas de millones de muertos en solo cinco años.
Cuando la mayoría de ellos sólo tenían la edad del botellón, fueron reclutados por los charlatanes demagógicos de ideologías extremas –y otros muchos a punta de pistola- para integrarse en uno de los bandos de un ejército cainita, para matar a personas de su mismo país, de su misma región, de su misma ciudad y de su mismo pueblo.
Las madrugadas eran más sigilosas que las bullangueras macrofiestas: se trasladaban a paisanos, a vecinos, amigos e incluso a familiares, para darles el paseíllo, delante de las tapias de los cementerios o en el fondo de las cunetas de las retorcidas carreteras.
Vueltos a casa, se les exigía –a punta de consejo de guerra- obediencia ciega, silencio, sumisión y hambre patriótica. Y la felicidad podía consistir en comer una vez al día un boniato cocido y descansar unos segundos del piojo verde.
La gente se resignaba a que sus hijos muriesen a miles por la tosferina, el sarampión, la tuberculosis y hasta por un resfriado común.
Penando nuestra posguerra, Europa repite guerra mundial y vuelven a morir otra vez docenas de millones de personas, que perecen en seis años. Ni una queja. Y, como guinda del desastre, seis millones de judíos son gaseados, sin que ni un solo alemán supiese lo que su dios, y su pandilla de genocidas, estaba haciendo. Y el resto de Europa estaba mudo y ciego.
En los años dorados del franquismo, el pueblo interior sigue con sus penurias y padecimientos, y miles de personas emigran, con sus albarcas, sus boinas y sus maletas de cartón, a Alemania y otros países europeos, en busca de sobrevivir, dejando a la familia abandonada a la suerte de que sus esposas fregasen suelos y sirvieran para lo que fuese, mientras que sus hijos iban por todas partes buscando un trabajo de aprendiz, sin sueldo, tras abandonar la escuela cuando aun no tenían ni pelusilla en el labio superior de sus hambrientas bocas.
Y ahora, con esta desgracia de epidemia del puto corona, se nos pide que contengamos la irresponsabilidad y llevemos una mascarilla… y nos sentimos la generación más desgraciada de toda nuestra historia.
Se nos pide -no que vayamos al fin del mundo a malvivir y morir- que nos quedemos unos días en casa (con Internet, con tele, con frigorífico, con calefacción, con agua, con luz y con la despensa llena de toda clase de productos gourmet)… y nos deprimimos, nos sentimos muy desgraciados.
Solo nos piden que llevemos mascarilla, que respetemos unas simples normas socio-sanitarias, nos piden que nos queramos más, que nos respetemos un poco más, que seamos un pelín más solidarios… y nos sentimos desgraciados. No ha sido suficiente verle las orejas al lobo. Nos sentimos desgraciados. ¿Qué pasará en nuestro estado de ánimo cuando no sean las orejas, sino cuando sean las fauces de la bestia las que atenacen nuestras gargantas?
¡Nos sentiremos más desgraciados!
Será porque, en el fondo, es eso lo que somos.